El Domingo de Resurrección                   o Vigilia Pascual es                   el día en que incluso la iglesia más pobre se                   reviste de sus mejores ornamentos, es la cima del año                   litúrgico. Es el aniversario del triunfo de Cristo. Es                   la feliz conclusión del drama de la Pasión y la                   alegría inmensa que sigue al dolor. Y un dolor y gozo                   que se funden pues se refieren en la historia al acontecimiento                   más importante de la humanidad: la redención y                   liberación del pecado de la humanidad por el Hijo de           Dios.
Nos dice San Pablo: "Aquel que                   ha resucitado a Jesucristo devolverá asimismo la vida                   a nuestros cuerpos mortales". No se puede comprender ni explicar                   la grandeza de las Pascuas cristianas sin evocar la Pascua                   Judía, que Israel festejaba, y que los judíos                   festejan todavía, como lo festejaron los hebreos hace                   tres mil años, la víspera de su partida de Egipto,                   por orden de Moisés. El mismo Jesús celebró             la Pascua todos los años durante su vida terrena, según                   el ritual en vigor entre el pueblo de Dios, hasta el último                   año de su vida, en cuya Pascua tuvo efecto la cena y           la institución de la Eucaristía.
Cristo, al celebrar la Pascua en                   la Cena, dio a la conmemoración tradicional de la liberación                   del pueblo judío un sentido nuevo y mucho más                   amplio. No es a un pueblo, una nación aislada a quien             Él libera sino al mundo entero, al que prepara para el                   Reino de los Cielos. Las pascuas cristianas -llenas de profundas simbologías-                   celebran la protección que Cristo no ha cesado ni cesará             de dispensar a la Iglesia hasta que Él abra las puertas                   de la Jerusalén celestial. La fiesta de Pascua es, ante                   todo la representación del acontecimiento clave de la                   humanidad, la Resurrección de Jesús después                   de su muerte consentida por Él para el rescate y la rehabilitación                   del hombre caído. Este acontecimiento es un hecho histórico                   innegable. Además de que todos los evangelistas lo han                   referido, San Pablo lo confirma como el historiador que se apoya,           no solamente en pruebas, sino en testimonios.
Pascua es victoria, es el hombre                   llamado a su dignidad más grande. ¿Cómo no alegrarse                   por la victoria de Aquel que tan injustamente fue condenado                   a la pasión más terrible y a la muerte en la cruz?,             ¿por la victoria de Aquel que anteriormente fue flagelado, abofeteado,           ensuciado con salivazos, con tanta inhumana crueldad?
Este es el día de la esperanza                   universal, el día en que en torno al resucitado, se unen                   y se asocian todos los sufrimientos humanos, las desilusiones,                   las humillaciones, las cruces, la dignidad humana violada, la           vida humana no respetada.
La Resurrección nos descubre nuestra vocación cristiana y nuestra misión:                   acercarla a todos los hombres. El hombre no puede perder jamás                   la esperanza en la victoria del bien sobre el mal. ¿Creo                   en la Resurrección?, ¿la proclamo?; ¿creo                   en mi vocación y misión cristiana?, ¿la                   vivo?; ¿creo en la resurrección futura?, ¿me           alienta en esta vida?, son preguntas que cabe preguntarse.
El mensaje redentor de la Pascua                   no es otra cosa que la purificación total del hombre,                   la liberación de sus egoísmos, de su sensualidad,                   de sus complejos; purificación que , aunque implica una                   fase de limpieza y saneamiento interior, sin embargo se realiza                   de manera positiva con dones de plenitud, como es la iluminación                   del Espíritu , la vitalización del ser por una                   vida nueva, que desborda gozo y paz -suma de todos los bienes                   mesiánicos-, en una palabra, la presencia del Señor                   resucitado. San Pablo lo expresó con incontenible emoción                   en este texto : "Si habéis resucitado con Cristo vuestra                   vida, entonces os manifestaréis gloriosos con Él"           (Col. 3 1-4).

