sábado, 25 de febrero de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 4)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 4)


San Bernardo. Juan de las Ruelas(1560-1625). Hospital de San Bernardo. Sevilla


Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 4)
3.4 Si no te conoces, sal fuera
-La curiosidad
-La avidez del corazón o cupiditas
3.4 Si no te conoces, sal fuera
Hemos comenzado diciendo que Bernardo entiende el pecado original como un acto de libertad humana, que trae como funesta consecuencia una deformidad: el alma pierde su forma semejante, tanto respecto de Dios como de sí misma. Su ser natural, original, su verdadero yo se des-figura y su simplicidad semejante a la divina queda encubierta por la duplicidad y la apariencia de un ego “feo y deforme”, cuyo un libre albedrío está cautivo del pecado, debido a que la razón ha perdido el discernimiento por el egoísmo que la devora, y la voluntad, debido a lo mismo, ha perdido vigor y complacencia en el bien y la virtud, de modo que se complace mejor en los apetitos de su corazón.
He ahí, en dos palabras el drama del hombre: que ha perdido la conciencia de su verdadera identidad y el gusto de su verdadero bien. Ha caído en el olvido, al salir de Dios y de sí mismo por la curiosidad de la razón y la desviación del amor, del affectus, dicen los cistercienses, del corazón, el cual ya no se compensa en Dios y pretende compensarse locamente con los bienes creados, y así deriva en una cupiditas o avidez insaciable.

La curiosidad

Por la curiosidad, el alma salió y se enajenó de sí misma, al mirarse en las cosas y dejar de mirarse en Dios. Desde esta perspectiva, Bernardo explica el pecado original como un olvido, un desconocimiento de sí, una enajenación en la tierra de la desemejanza. Los Sermones 35-38 sobre el Cantar de los Cantares, que comentan Cántico 1,7: “Si no te conoces, sal fuera” (Vulgata: si te ignoras, egredere), están dedicados a este tema. Cuando el alma sale de sí misma, se enajena y cae en olvido; y cuando entra en sí, recupera memoria e identidad.
Curiosidad es un término clásico en espiritualidad. No se refiere a la curiosidad científica, en el sentido positivo de esta expresión, sino a la causa de la enajenación espiritual. El hombre sale de sí por la curiosidad, cambiando la percepción espiritual que gozaba en Dios por la de los sentidos.
Hay una estrecha relación entre la curiosidad y los sentidos, dado que éstos son las ventanas por donde el hombre sale y se identifica con el mundo sensible, que es la realidad externa, inesencial y superflua. En la segunda parte del tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia, la curiosidad es el primer escalón hacia el fondo de la soberbia, (Grados X, 28). Comentando el pasaje de la serpiente y la fruta del árbol, dice que el pecado y la muerte entraron por las ventanas del alma, que son los sentidos, principalmente la vista y el oído: por ellos el hombre se empezó a descuidarse y exteriorizarse, a volverse sensitivo y desconocerse, a llenarse de orgulloso y querer ser como Dios:
El curioso se entretiene en apacentar estos cabritos, mientras no se preocupa de conocer su estado interior (Ibid.).
Los ojos se fascinan por la belleza sensible, los oídos por la voz de la serpiente que promete una ciencia y excita la pasión. Por eso, la continuación del mismo versículo que Bernardo comenta en el Sermón 35 sobre el Cantar de los Cantares, añade: si te desconoces, sal fuera y apacienta tus cabritos. Aquí los cabritos son también los sentidos corporales, por los cuales el alma busca colmar su avidez insaciable:
Los cabritos, que son los sentidos corporales, no buscan las realidades celestiales, sino… los bienes de este mundo sensible, que es la región de los cuerpos; allí alimentan sus deseos, y en vez de saciarlos los acucian más. (SCant 35, I,2).

La avidez del corazón o cupiditas

¿Cómo el hombre, cegado por su cupidítas, va a tomar conciencia de su enajenación? La experiencia de la vida se lo irá revelando. Su deseo insaciable le fuerza a buscar saciedad en los bienes de este mundo, pero la avidez no se aplacaría ni aun teniendo la posibilidad y el tiempo de poseer el mundo entero.. Es el circuito de los impíos, que sólo engendra cansancio y hastío (AmD VII,18; Var 43,3) ya que sólo Dios puede colmar la sed del corazón: “Dios es amor, y nada podría colmar al hombre creado a imagen de Dios más que el Dios de caridad, que es, únicamente él, más grande que toda criatura” (SCant 18,6).
Como el deseo del corazón tiende al infinito, al proyectarse a las realidades de este mundo, que son todas ellas finitas e imperfectas, entra en un círculo vicioso del que no es posible salir más que enderezando nuevamente el deseo hacia su objeto propio que es Dios. Bernardo trata de forma brillante este círculo del deseo en su tratado Sobre el amor de Dios. Y lo hace partiendo de lo que podríamos llamar el principio de la tendencia a lo mejor: “por tendencia natural, todos los seres dotados de razón aspiran a lo que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo que consideran mejor” (AmD VII,18). Y después de poner algunos ejemplos, concluye:
Es imposible que encuentre felicidad en las realidades imperfectas y vanas quien no la halla en lo más perfecto y absoluto… Poseas lo que poseas, codiciarás lo que no tienes, y siempre estarás inquieto por lo que te falta. El corazón se extravía y vuela inútilmente tras los engañosos halagos del mundo. Se cansa y no se sacia, porque todo lo devora con ansiedad, y le parece nada en comparación con lo que quiere conseguir. Se atormenta sin cesar por lo que no tiene y no disfruta con paz lo que posee. ¿Hay alguien capaz de conseguirlo todo? Lo poco que se puede alcanzar, y a fuerza de trabajo, se posee con temor, se desconoce cuándo se perderá con gran dolor, y es seguro que un día se tendrá que dejar. Ved qué camino tan recto toma la voluntad extraviada para conseguir lo mejor… En estos rodeos, la voluntad juega consigo misma y la maldad se engaña a sí misma. Si quieres alcanzar así tus deseos, si pretendes lograr lo que te sacie plenamente… corres a ciegas y encontrarás la muerte perdido en este laberinto, y totalmente defraudado. En este círculo se mueven los malvados. (AmD VII,18).
De este modo, el alma se va tras sus deseos y se encorva y pierde su rectitud: “El alma… si apetece lo terreno, ya no es recta, sino curva, aunque no deja de ser grande porque aún mantiene su capacidad de lo eterno” (SCant 80,3). El curioso cae en la avidez de sus apetitos, olvidando se esencia y asemejándose al animal, que no tiene libertad ni inteligencia.
El hombre ha sido creado como la criatura más digna. Cuando no reconoce su dignidad, se asemeja por su ignorancia a los animales y se degrada… El que no vive como noble criatura dotada de inteligencia, se identifica con los brutos animales. Olvida la grandeza que lleva dentro de sí, para configurarse con las cosas sensibles de fuera y termina por convertirse en una de ellas. Ignorante de su propia gloria que está dentro de ella, el alma se deja desviar por la curiosidad, y conformándose a las cosas sensibles exteriores, se vuelve una de ellas. (AmD II,4).
Desde esta perspectiva, el comienzo de la conversión consiste en el movimiento inverso: entrar en sí mismo para conocerse, guardar el corazón, alejarse de los sentidos para ascender los grados de la humildad, de la verdad y del amor:
¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: Por encima de todo, guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilarán para guardar aquello de donde brota la vida (Grados X, 28).

viernes, 17 de febrero de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte3)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte3)

3.3 Tres grados del amor
-El amor del corazón
-El amor racional y espiritual
3.3 Tres grados del amor
Todos conocemos los cuatro grados de amor que Bernardo describe en su tratado Sobre el amor de Dios. Menos conocidos son los tres grados de amor que expone en el sermón 20 sobre el Cantar de los Cantares. Los cuatro grados consideran la evolución del amor desde el egoísmo al amor puro, desde el amor a sí mismo y el olvido de Dios al amor a Dios y el olvido de sí. En cambio, los tres grados contemplan el ascenso del amor desde la perspectiva de la Encarnación y la configuración con el amor de Cristo.
Bernardo quiere mostrarnos cómo debemos amar a Cristo, y para ello considera cómo Cristo nos amó primero a nosotros, cuando éramos sus enemigos. Y aludiendo a Dt 6,3, dice que Cristo nos amó con todo su corazón, con toda su alma, con toda sus fuerzas, o lo que es igual: dulciter, sapienter, fortiter: dulcemente, sabiamente, valerosamente. Así deberá, pues, amarle el cristiano:
“Aprende de Cristo, cristiano, cómo debes amar a Cristo. Aprende a amar con dulzura, amar con prudencia, amar con fortaleza… Que el amor inflame tu celo, lo informe la ciencia y lo confirme la constancia. Sea tu amor ferviente, prudente, inquebrantable. No conozca la tibieza, ni carezca de discreción, ni sea tímido… Ama, pues, al Señor, con todo y el pleno afecto del corazón, con toda la vigilancia y prudencia de la razón, con toda energía, para que no te atemorice morir por su amor”.
El amor del corazón
Partiendo de la ejemplaridad de Cristo, y siguiendo a los Padres de la Iglesia, Bernardo y los cistercienses ven en la obra de la redención, y más concretamente en el misterio de la Encarnación, una pedagogía de Dios para el hombre caído en la deformidad y desemejanza con el Verbo. Cristo es Mediador de la redención, pero también de la vida espiritual, del ascenso del alma a Dios, en virtud de su doble naturaleza, humana y divina. El dogma de Calcedonia afirma que Cristo es una única Persona divina -el Verbo o Logos- en dos naturalezas fundidas en una unidad sin separación ni división, sin mezcla ni confusión. Unión que san Bernardo, comentando el Cantar de los Cantares, califica simbólicamente de “beso”:
La boca que besa es el Verbo que se encarna; quien recibe el beso es la carne asumida por el Verbo; y el beso que consuman juntamente el que besa y el besado es la Persona misma formada por ambos, el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (SCant 2,3).
Por lo tanto, es posible comulgar con esa Persona divina en un doble nivel: el de su humanidad, que es visible y sensible, y el de su divinidad, que es espiritual y está más allá de lo sensible. La primera comunión es más lejana, la segunda más cercana a lo que el Verbo es en sí. En ambos casos se ama a la Persona del Verbo, aunque a niveles distintos, teniendo la primera como función ser un escalón para la segunda. Esta es la pedagogía:
Yo creo que ésta fue la causa principal por la cual el Dios invisible se manifestó en la carne y convivió como hombre entre los hombres: ir llevando gradualmente hacia el amor espiritual a los hombres, que, por ser carnales, sólo podían amar carnalmente, y guiar así sus afectos naturales al amor que salva (SCant 20,6).
Esta es la mejor respuesta que el abad de Claraval encuentra para explicar el por qué de la Encarnación: el Verbo se hace carne, se hace de carne, para abrirse una vía de acceso a nosotros a través de nuestra sensibilidad, de nuestros sentidos carnales o físicos, que no son aptos para captar al Verbo en tanto que Verbo. Y además le parece que la Encarnación fue la mejor manera de atraer al hombre alejado de él y convertido en su enemigo, respetando al máximo su libre albedrío: dirigirse a su misma libertad y a su poder de elegir y amar:
Cuando quiso recuperar a la noble criatura humana, Dios se dijo a sí mismo: si le fuerzo a pesar suyo, lo que tendría sería un asno, no un hombre… le he amenazado con penas terribles… en vano… Le he ofrecido la felicidad eterna… lo que ni ojo vio ni oído oyó, lo que el corazón humano no pudo ni concebir ni desear… sin ningún resultado. Una sola esperanza me queda. El ser humano no es únicamente temeroso y egoísta; sobre todo es capaz de amar, y es el amor lo que constituye la fuerza más poderosa para atraerlo. Dios vino, pues, en nuestra carne mostrándose así infinitamente amable, dando prueba de la mayor caridad al ofrecer su vida por nosotros (Var 29,2-3).
El capítulo 3 del tratado Sobre el amor de Dios, desarrolla hermosas páginas sobre todo lo que Cristo hizo y sufrió en favor de los hombres con la esperanza de recibir una respuesta de amor. Dios se dirigió al corazón sensible del hombre a fin de recuperar a esta criatura suya que siguió permaneciendo fundamentalmente noble a pesar del pecado. Y para enderezar su amor carnal en espiritual es por lo que puso su humanidad como mediadora.
En la vida espiritual, el amor del corazón tiene como función configurar al alma con la humanidad de Cristo, hasta amarlo con todo el corazón, y no sólo con una parte, y así librar al alma de todo otro afecto carnal:
El amor del corazón es en cierto sentido carnal, porque se siente afectado más por la carne de Cristo y por lo que Cristo hizo o mandó a través de su carne. Poseído por este amor, el corazón se conmueve enseguida por todo lo que se refiere al Cristo carnal. Nada escucha más a gusto, nada lee con mayor afán, nada recuerda con tanta frecuencia, nada medita más dulcemente… La medida de este amor consiste en que llena todo el corazón con su dulce suavidad, desechando de él todo otro amor o seducción carnal… En pocas palabras, amar con todo el corazón consiste en preferir el amor de su sacrosanta carne a cualquier otra cosa que halague a la propia carne o la de otro. Me refiero también a la gloria del mundo, porque la gloria del mundo es gloria de la carne y aquellos que se complacen en ella son sin duda carnales (Scant V,6-7).
Sea el Señor Jesús suave y dulce para tu afecto, de modo que neutralices el mal y las cosas dulces de la vida carnal, y así una dulzura venza a otra dulzura, como un clavo extrae otro clavo (SCant 20,4).
Este amor carnal a Cristo se alimenta sobre todo de la consideración de los misterios históricos de la vida de Jesús, sobre todo su encarnación y su pasión:
Siempre que ora tiene ante sí la imagen del Hombre Dios que nace y crece, predica y muere, resucita y asciende; toco cuanto le ocurre impulsa necesariamente su espíritu al amor de las virtudes o lo arranca los vicios sensuales, ahuyenta los hechizos y serena los deseos (Ibid.).
La posteridad de san Bernardo se ha quedado sobre todo con este amor del corazón -la famosa devoción a la humanidad de Cristo-, como si fuera lo más característico de su doctrina, seguramente debido a la forma brillante como ha sabido exponerla. Por eso algunos dicen que él es el primero en inaugurar el modo de meditación basado en la consideración de escenas evangélicas mediante la imaginación y los sentidos, como si uno estuviera allí, que más tarde se llamará “composición de lugar”. De hecho, bien conocidas son sus fervoras meditaciones sobre los episodios de la vida de Cristo, sobre todo la Pasión; o la ternura con que hablaba de las excelencia del Nombre de Jesús (SCant 15,5-6):
Por él existo, vivo y gusto (sapio)… El que se niegue a vivir para ti, de hecho ya ha muerto, quien no te gusta (sapit), pierde el gusto (sapor). Quien se empeña en no existir para ti, se derrite en la nada, es pura nada (SCant 20,1).
Esta devoción a la humanidad de Cristo es necesaria: “Los verdaderos fieles saben por experiencia lo vinculados que están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado”. (AmD III,7). Ella desarrolla en el corazón del hombre gracias de amor extraordinarias, como lo atestiguan las expresiones sacadas del Cantar de los Cantares, que aquí usa Bernardo: In hortum introducta dílecti sponsa (ibid), “(Jesús) se adentra siempre que puede en el lecho de nuestro corazón” (Ibid, 8). Sin embargo, el amor con todo el corazón es un escalón hacia el amor con toda el alma y el amor con todas fuerzas.
El que no posee aún el Espíritu que da vida, se consuela provisionalmente con la devoción a su carne humana… por otra parte tampoco se puede amar a Cristo según la carne sin el Espíritu Santo; pero este amor no llega a la plenitud (SCant IV,7).
Aunque la devoción a la carne de Cristo es un don y un don grande del Espíritu Santo, yo le llamaría carnal con relación a aquel amor por el que se saborea, no ya al Verbo hecho carne, sino al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, al Verbo-Santidad… Es bueno este amor carnal mediante el cual se excluye la vida carnal, se desprecia y se vence al mundo. Pero es más provechoso si es racional; y se perfecciona cuando se vuelve espiritual (Scant V,6-VI,8).
Los que se nutren del amor a la humanidad del Verbo viven bajo su sombra, dice Bernardo utilizando un texto de las Lamentaciones: a su sombra viviremos entre los pueblos (4,20). La sombra es la dulzura carnal de Cristo, en la que se cobijan los principiantes, los que no pueden percibir aún las cosas del Espíritu de Dios (IV,7; cf 1Cor 2,14) porque no tienen la visión, el conocimiento contemplativo.
En otros lugares aplica a la humanidad de Cristo la imagen de la Roca, en la que sólo los contemplativos son capaces de abrir agujeros, penetrar en el misterio humano-divino que esconde (SCant 62,6). O la imagen del heno o paja del pesebre de Belén. En este sentido, aconsejará a los caballeros de la Orden del Templo que cuando estén en Belén, mediten en el significado del pesebre, del buey, del asno y del heno;:
El hombre, sin comprender la dignidad en la que fue creado, se comparó a un asno ignorante y se hizo semejante a el (Salmo 48,3, Vulg). Por eso el Verbo, pan de los ángeles, se hizo alimento de asnos, para que éstos tengan heno carnal para rumiar. Se trata del hombre, que se olvidó totalmente de comer el pan del Verbo, hasta que, devuelto a su primera dignidad por el Hombre-Dios, pudiera decir con san Pablo: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así. Pienso que nadie puede decirlo de verdad a no ser que, como Pedro, haya escuchado de boca de la Verdad: las palabras que os he dicho son espíritu y vida; mas la carne no sirve de nada… Puede hablar sin escándalo de la sabiduría de Dios a los perfectos, explicando cosas espirituales a los hombres espirituales. Pero con los niños o los animales debe ser cauto, proponiéndoles sólo lo que pueden captar, es decir a Jesús, y éste crucificado. Por tanto, uno y el mismo es el alimento de los pastos celestes, rumiado dulcemente por el animal y masticado por el hombre, que al adulto da fuerza y al niño nutrición (Glorias… VI,12).
El amor racional y espiritual
Aunque baste para la salvación, el amor “carnal” a Cristo ha de ser trascendido, porque en su unión con el Señor, el alma se une con la Persona divina del Verbo. Bernardo afirma esto con vigor, a pesar de que siempre y de principio a fin llevó consigo el recuerdo de la Pasión. Este paso de lo visible a lo invisible está simbolizado en el misterio de la Ascensión, cuando Cristo desapega a sus apóstoles de su presencia corporal diciéndoles: si me amarais, os alegraría que me vaya con el Padre (Jn 14,28). Y comenta Bernardo: “le amaban dulcemente, pero sin prudencia; le amaban carnalmente, pero no racionalmente; le amaban con todo el corazón, pero no con toda el alma” (SCant 20, IV,5). Conviene que el Cristo carnal se vaya al cielo, para que descienda el Espíritu, y con él otro nivel más elevado de amor: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así (2Cor 5,6).
El amor racional pasa, como antes hemos visto, del amor al Verbo-Carne al amor al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, Santidad, Justicia y Virtud, porque Cristo se ha hecho para nosotros todo eso: Sabiduría, Justicia, Santificación y Redención (1Cor 1,30). Es decir, ama y se configura con las cualidades éticas y espirituales que caracterizan la personalidad interna de Cristo. A diferencia de aquel l amor que se conmueve por el recuerdo de la pasión, éste arde siempre por el celo de la justicia, emula en toda ocasión lo verdadero, siente ansias por alcanzar la sabiduría, ama la santidad de vida y la moral de sus costumbres, se avergüenza de toda jactancia, aborrece la detracción, desconoce la envidia, detesta la soberbia, no sólo huye de toda gloria humana, sino que le fastidia y la desprecia, abomina extremosamente y persigue en sí mismo toda impureza de la carne y del corazón, deshecha con toda naturalidad todo mal y se adhiere a todo lo que es bueno (SCant VI,8).
Por tanto, este amor apunta a la realización moral de la persona, a la configuración con el Cristo ético, con la doctrina evangélica, que establece la virtud misma de Cristo en el alma y deja atrás las pasiones y los apetitos carnales. Mientras el amor afectivo a veces es ambiguo y puede llevar al subjetivismo y a desviaciones religiosas, en el sentido de un iluminismo o un engaño diabólico (SCant 20,9), éste es prudente, juicioso, circunspecto, y se deja guiar por la razón y la regla de la fe. Bernardo piensa sin duda en las herejías teológicas y espirituales de su tiempo, como por ejemplo los cátaros, con las que tuvo que confrontarse:
Será racional -este amor- si en todo lo que debemos sentir de Cristo se mantienen con tal firmeza las bases de la fe, que ninguna apariencia de verdad, ninguna desviación herética o diabólica serán capaces de apartarnos jamás de sentir limpiamente con la Iglesia. Esta misma cautela debemos observar en la propia conducta, de modo que nunca sobrepase el límite de la discreción, con ninguna clase de superstición, ligereza o vehemencia del fervor, bajo pretexto de una mayor devoción (SCant VI,9).
Como es lógico, este amor no sólo requiere discernimiento en la inteligencia, sino también fortaleza, valor y constancia en la voluntad, para que ésta se convierta y se configure enteramente con la virtud de Cristo, y así pueda amarle también con todas las fuerzas. Este amor con todas las fuerzas es el amor espiritual, que no tiene con el anterior más que una diferencia de plenitud, dado que la santidad no es otra cosa que la plenitud de la Virtud de Cristo en el alma por el Espíritu Santo:
Amaremos a Dios con todas las fuerzas y el amor será espiritual, si con la ayuda del Espíritu llega a tal vigor que no se abandona la justicia, ni por la coacción de los sufrimientos o tormentos, ni siquiera por miedo a la muerte. Creo que merece ser llamado así porque goza de esta prerrogativa que es su característica: la plenitud del Espíritu (SCant VI,9).
Ahora bien, el hecho de que el amor del corazón deba trascenderse no significa que deba abandonarse. Un amor que sólo tuviera como apoyo una meditación exclusivamente espiritual, iría contra la naturaleza corporal y espiritual del hombre en esta vida, que no podría sostener tal tensión, y si pretendiera mantenerse mediante su esfuerzo en esa cima, vería entibiarse su amor a Dios y languidecer. Por eso:
Éstas son las manzanas y las flores (recuerdo de la pasión, etc.) que la esposa pide para alimentarse y fortificarse. Pienso que ella teme que se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu de su amor si no la reaniman con estos estímulos (testimonios sensibles de amor) (AmD III,10).
O puede derivar en orgullo espiritual; por eso siente que un día Cristo le dice: “No pretendas grandezas que superan tu capacidad; contempla apaciblemente mis heridas y todo lo que he sufrido en mi carne” (SCant 45,4). Y también: Ne irreverens scrutator majestatis opprimatur a gloria (SCant 32,3).
El recuerdo del amor de Dios manifestado en Cristo seguirá siempre excitando el corazón del hombre, hacía la plenitud de la presencia en el cielo. “El recuerdo pertenece al tiempo presente, la presencia al Reino de los Cielos” (AmD III,10). No perdamos nunca de vista que es el propio Dios el que se manifiesta y da prueba de su amor en el misterio de la Encarnación y de la Pasión. Cuando amo a Cristo, es al Verbo de Dios a quien alcanza mi amor. Amar así a Cristo es realizar el aprendizaje del amor-caridad. Aquel que se ha hecho incapaz de gustar otra cosa que los goces sensibles y carnales, tendría que elevarse espiritualmente para poder salir de esos goces, y reencontrar en este orden espiritual un objeto que, por su transparencia, le abriera al mundo del espíritu. “Por eso, escribe san Bernardo, el Verbo ofreció su carne a los que gustan de la carne, para que aprendieran a gustar el espíritu” (Idem 6,3).

sábado, 11 de febrero de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 2)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 2)
1. Tres grados de la verdad
a. Verdad propia y humildad
b. Verdad del prójimo y compasión
c. Verdad en sí o contemplación
San Bernardo. Jean Bellegambe 1633. Liege Francia
1. Tres grados de la verdad
Veamos ahora el drama de la conciencia desde el ángulo de la verdad, que está falsificada por el desconocimiento de sí y por el orgullo, y que por tanto sólo se puede recuperar mediante el conocimiento propio y la humildad. San Bernardo desarrolla esto principalmente en su primer tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia y en los Sermones 35-38 Sobre el Cantar de los Cantares, desde la perspectiva de Cant 1,7: “si no te conoces, sal fuera” (Biblia Vulgata). Veamos aquí una síntesis de las ideas dominantes del tratado.
Este tratado es la primera obra de san Bernardo, escrita hacia 1125, y por tanto presenta una síntesis de su primera enseñanza. Sobre la base de los doce grados de humildad de la Regla de san Benito, se describe la humildad y la soberbia como dos contrarios que abarcan el ascenso y el alejamiento de Dios. Se estructura en dos partes bien definidas: primero la teoría y teología de la humildad, la subida a la Verdad, a base de sucesivas clasificaciones tripartitas (n. 1-27), y segundo el descenso a la soberbia (n.28-57). Nos centramos sólo en la parte primera.
San Benito expone doce grados de humildad que deben llevar al que los sube a un primer grado de verdad. Estos tres grados son: la verdad de sí mismo o conocimiento propio, la verdad de los otros o conocimiento del prójimo y la verdad en sí misma o conocimiento de Cristo-Verdad y de Dios. La primera genera humildad, la segunda compasión, la tercera contemplación. La verdad de sí revela nuestros límites humanos, nuestra miseria, dice Bernardo. Conocerse a sí mismo sin escapatoria, sin tratar de justificarse, ya es amarse a sí mismo. Es la verdad básica, de la que nace una cierta misericordia hacia el propio ser frágil, y uno se va despegando de su autosuficiencia.
a. Verdad propia y humildad
Si el conocimiento básico de sí consiste en adquirir conciencia de la propia miseria, la humildad básica consiste en ser capaz de aceptarla y asumirla. Lo cual nos vuelve mansos, humildes, nos quita humos en relación con los demás, nos capacita para ser compasivos con las miserias ajenas. En lenguaje de Bernardo, es saberse enfermo, feo y deforme, enajenado de Dios y de sí mismo, sin discernimiento ni complacencia en el bien, “encorvado” hacia la materia, sin rectitud moral.
El que ve la propia verdad se hace pequeño, se desdiviniza, deja a un lado todo sueño de engreimiento y suficiencia, se pone en el lugar que debe. Así define Bernardo la humildad:
Es una virtud que incita al hombre a autorrebajarse (vilescit) ante el verdadero conocimiento (verissima cognitio) de sí.
El término vilescit no significa envilecerse o menospreciarse en el sentido morboso del término, sino que uno deje de imaginarse distinto de como es, de representar un personaje, aunque sea el de un santo, como hace el fariseo, que se desconoce a sí mismo y por eso es orgulloso y duro con los demás. La psicología afirma con frecuencia que no hay que despreciarse a sí mismo, sino tener el valor de afirmarse, de no machacarse ni odiarse, sino aceptarse y amarse. Vilescit significa estimarnos en menos de lo que nos imaginamos, creernos lo que no somos, como hizo Adán, y reconocernos tal como somos, amándonos y aceptándonos así, sin autoengañarnos proyectando una imagen ideal y bonita, que en el fondo no es más que un ídolo. Fuera de esta verdad todo se vuelve falso, encubierto, dúplice.
La verdad básica se debe asumir. En eso consiste el comienzo del verdadero amor a sí mismo: en la aceptación de que somos una imagen fea y deforme, sin hundirnos en la depresión o el autorrechazo. A este conocimiento y aceptación aplica Bernardo la Bienaventuranza de los mansos, porque produce paz y sanación. El que acepta, acoge y ama su fealdad ante sí mismo y ante Dios se refugia en la misericordia y tiende a la conversión mediante la contrición y la compunción del corazón. A los que hacen esto aplica Bernardo también la Bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos alcanzarán misericordia. Momento realista en el que uno se hace juez de sí mismo ante la verdad.
b. Verdad del prójimo y compasión
Dice Bernardo que cuando el hombre, después de discernirse y tomar conciencia de su verdad “pobre, desnuda y enferma” (VI,19), de su ego tal como es, no se gusta como se ve y se avergüenza de sí mismo: “les desagrada lo que son y suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus fuerzas” (V,18). Entonces viene la compunción y el llanto, el deseo de cambiar, de alcanzar la integridad, no por perfeccionismo, sino “por amor a la verdad”, porque empiezan, dice Bernardo, a sentir hambre y sed de la justicia. Para lo cual imploran la misericordia de Dios. Un texto del Comentario al Cantar de los Cantares lo expresa así:
Yo deseo que el alma, ante todo, se conozca a sí misma… ese conocimiento no infla, humilla; es una preparación para nuestra edificación. No podría mantenerse nuestro edificio espiritual, sino es sobre el fundamento estable de la humildad. Y para humillarse a sí misma, no encontrará el alma nada tan estable y apropiado como encontrarse a sí misma en la verdad… Si se contempla ante la clara luz de la verdad, ¿no se encontrará alejada en la región de la desemejanza, suspirando al ver su miseria e incapaz de ocultar su verdadera situación?…
Volverá a las lágrimas, retornará al llanto y a los gemidos, se convertirá al Señor y exclamará con humildad: Sáname, Señor, porque he pecado contra ti… Siempre que me asomo a mí mismo, mis ojos se cubren de tristeza. Pero si miro hacia arriba, levantando los ojos hacia el auxilio de la divina Misericordia, la gozosa visión de mi Dios alivia al punto este desconsolador espectro, y le digo: cuando mi alma se acongoja, te recuerdo… Dios se da a conocer saludablemente con esta disposición, si el hombre se conoce a sí mismo en su necesidad radical… De esta manera, el conocimiento propio es un paso para el conocimiento de Dios (Scant 36, IV,5-6).
Un paso al conocimiento de Dios, al tercer grado de la verdad, pasando por el segundo grado, que es la verdad en el prójimo y la compasión. En este paso convergen dos perspectivas: una evangélica y otra psicológica. La primera emana de la bienaventuranza de Jesús: “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. O sea, aquel que aspira alcanzar de Dios misericordia, ha de practicar él mismo misericordia con los demás. La segunda surge espontánea por un movimiento de universalización de la propia experiencia personal y de empatía. Universalización, porque quien se conoce a sí mismo, conoce cómo son todos en su deformidad y sabe con el salmista que “todos son unos mentirosos”. Es capaz de leer el alma de los demás en la suya propia, y comprender el sufrimiento ajeno en el propio.
Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las necesidades de los demás en las suyas propias, y por lo que padecen, aprenden a compadecerse de los demás (V,18)
La compunción, el deseo sincero de conversión y las obras de misericordia irán creando esa empatía con la miseria ajena, por la cual la voluntad propia se transforma en voluntad común y “el amor carnal, que impulsa al hombre a amarse a sí mismo por encima de todo, se vuelve social, extendiéndose a los demás” (AmD VIII,23). En su exposición, Bernardo pone el acento sobre todo en este segundo grado: la compasión, el amor socialis, la caridad fraterna, que no puede existir sin un previo conocimiento de sí en esa verdad básica de la propia deformidad que le hace a uno humilde al desmontar su yo farisaico y permitirle salir del círculo que lo encerraba en sí mismo y lo hacía creerse mejor que los demás.
Los misericordiosos descubren enseguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos enferman; se abrasan con los que sufren escándalo, se alegran con los que están alegres y lloran con los que lloran.
He ahí la compasión, verdadera justicia social cuya práctica es tan importante en la búsqueda completa de la Verdad. Nace de la empatía, de la ósmosis, de la igualdad de todos en la miseria, del hecho de que lo semejante conoce lo semejante:
Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume la propia miseria. Para que tengas un corazón misericordioso por la miseria ajena, necesitas conocer primero tu propia miseria, para que leas el alma del prójimo en la tuya (¡no sus problemas!, como dice la traducción) (III,6).
El humilde se sabe igual que los otros, partícipe de una miseria generalizada. En cambio, el fariseo, al creerse distinto, en la fila de la virtud, se engaña en su discernimiento -en su liberum consilium-, y por eso se llena de altivez y orgullo, juzgando al otro con dureza, en vez de con dulzura, mirando la brizna del ojo ajeno sin ver la viga del propio:
Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja -san Pablo-, teme al Maestro que te acusa: hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano. La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, no podrás verte ni percibirte (sentire) como eres o puedes ser, sino tal como te quieres, como piensas que eres o como esperas ser (Grados n.IV,14).
Thomas Merton escribe en Diario de un espectador culpable: “No tienen comprensión porque no tienen compasión; y no tienen compasión porque no conocen al hombre”. El humilde, aquel que conoce al hombre porque se conoce a sí mismo, juzga su hermano con mansedumbre, porque su propia verdad le ha hecho manso y le ha quitado todo complejo de superioridad, le ha bajado del cielo y le ha puesto en su sitio, que es la tierra, el humus, de donde deriva la palabra humildad: Por eso dice Bernardo, citando el Génesis: Mira la tierra para conocerte a ti mismo; ella te dará tu propia imagen, porque eres tierra y a la tierra volverás” (X,28). No hay que mirar al cielo, al yo ideal, al hombre bonito, sino a la tierra, al falso que soy, al feo y deforme. Ahí, en la propia miseria, se nutre la empatía y la misericordia.
c. Verdad en sí o contemplación
Por la compunción, el hambre y sed de sed de ser justo y la práctica de la misericordia, el corazón se purifica de la ignorancia, de la debilidad y del deseo desordenado. Contrición, integridad moral y compasión son las tres dimensiones principales de la purificación del corazón, que así queda abierto a esa suprema salida -excessus- que es la contemplación, que es el tercer grado de la verdad:
Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la Verdad en sí misma (in sui natura), por cuyo amor sufren los males ajenos (III,6)… Los grados o estadios de la verdad son tres: al primero se sube por el trabajo de la humildad, al segundo por el afecto de la compasión, al tercero por el éxtasis (excessus) de la contemplación. En el primero, la verdad se nos muestra severa, en el segundo piadosa, en el tercero pura. Al primero nos conduce la razón, con la que nos discernimos a nosotros mismos; al segundo el afecto, con el que nos compadecemos de los demás; al tercero nos arrebata la pureza, que nos eleva a las realidades invisibles (VI,19).
Como es lógico, a este tercer grado se aplica la bienaventuranza de los puros de corazón, que ven a Dios. Más adelante diremos una palabra sobre este excessus mentis, que coincide con el cuarto grado del amor. Añadir aquí simplemente que, al terminar la exposición, Bernardo relaciona las tres formas de verdad, que coinciden con los tres objetos del amor: a uno mismo, al prójimo y a Dios, con las tres Personas de la Trinidad (VII,20-21 y VIII,22-23): el Hijo enseña el primer grado como Maestro, introduciéndonos en la escuela de la humildad. El segundo, caridad y la compasión, lo da el Espíritu que derrama la caridad y consuela a los amigos. El tercero lo enseña el Padre, que revela la Verdad plena y recibe en la gloria, abrazando como Padre.
En el primer grado, el Hijo, en tanto que Palabra y Sabiduría del Padre, educa la razón para que se discierna y sea juez de sí misma. Se une a nuestra razón para convertirla en su auxiliar y de esta unión (conjunctio) nace la humildad. También el Espíritu visita la voluntad caída y la purifica, y de esta unión nace la caridad. Por último, cuando razón y voluntad ya no están divididas, el Padre se une a ellas en la contemplación y arrebata el alma a los secretos de la Verdad. Y finalmente compara estos tres grados a los tres cielos del éxtasis de san Pablo.
En la mente de san Bernardo, pues, sólo el humilde puede amar: amarse a sí mismo en la aceptación de la propia miseria; amar al prójimo tal como es, y no tal como quisiéramos que fuera, y amar a Dios en su verdad, no en nuestras proyecciones. Bernardo ha descubierto antes que la psicología moderna que la verdad propia lleva a la verdad ajena, que la aceptación incondicional de sí, es condición básica para la aceptación incondicional del otro, con todo lo que le hace otro y distinto, y que el orgullo ciega el conocimiento propio y de todo lo demás. (http://omesbc.wordpress.com/)



martes, 7 de febrero de 2012

San Bernardo, Síntesis de su doctrina espiritual – (Parte 1)

Síntesis de su doctrina espiritual

Para exponer la doctrina espiritual, e incluso monástica, de san Bernardo podríamos empezar por los últimos sermones sobre el Cantar de los Cantares (84-86) sobre la búsqueda del Verbo por parte del alma, en relación con Cant 3,1: busqué al amado de mi alma. El sentido de la vida monástica, según san Benito, es la búsqueda de Dios, una búsqueda que, para Bernardo, inspirándose posiblemente en Gregorio de Nisa y su doctrina de la epéctasis, nunca termina: se busca a Dios en el movimiento mismo del deseo, en una ascensión interminable.
La razón de ello se deduce de esta pregunta: ¿Cuál es el límite para buscar a Dios? (84,1), que recuerda a aquella otra: ¿Cuál es la medida del amor a Dios? (AmD). La respuesta es que no hay límite ni medida, y para ello cita el salmo: Buscad continuamente su rostro. Y añade: Yo creo que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo (Ibid.). El sermón 85 prosigue la misma dinámica alegando siete razones para buscar al Verbo en comparación con el crecimiento humano, y el sermón 86, dejado expresamente inacabado, el “anciano” Bernardo se dirige a los jóvenes que se inician en la búsqueda, animándoles a serlo de verdad.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que no es el hombre quien busca primero a Dios, sino éste quien busca primero al hombre. Si uno busca de verdad a Dios es porque de algún modo ha tenido cierta experiencia de él, ha sido hallado antes de hallarle: “nadie puede buscarte sin haberte antes encontrado.(AmD 7,22). Esta idea, que después Pascal hará famosa, significa que nuestra búsqueda de Dios depende de la búsqueda de Dios a nosotros: Quieres ser hallado para que te busquemos, y ser buscado para que te encontremos. Podemos buscarte y encontrarte, pero no adelantarnos a ti (Ibid.).
Para Bernardo, buscar a Dios es el mayor de los dones, el principio y el fin de la vida espiritual:
Es un gran bien buscar a Dios; yo no conozco otro semejante para el alma. Este es el primer don que se recibe y el último en conseguirse plenamente. No se parece a ninguna virtud, y ninguna le supera. ¿Qué virtud puede parecérsele si no le precede ninguna? ¿Cuál puede superarlo, si es más bien la consumación de todas? (Scant 84,1).
Una vez establecido que la búsqueda de Dios es el principio y fin de la vida espiritual, Bernardo relaciona esto con la doctrina de la imagen de Dios en el hombre.

La gracia y la libertad

En la mutua búsqueda de Dios al alma y del alma a Dios confluyen inseparablemente el deseo del alma y la gracia de Dios, o lo que es lo mismo, la libertad y la gracia. Y este es el tema del tratado Sobre la gracia y el libre albedrío, en el que Bernardo constata la realidad: la gracia sólo existe para una libertad, a la que se ofrece, y la libertad se aniquila fuera de la gracia. Esta precede al hombre, el cual obra unificadamente con ella en una acción indivisa. La libertad es la dignidad suprema del hombre, el libre albedrío es la imagen y la huella de Dios en él, que no se pierde. Con ella podemos elegir a Dios o al ego, y así se vuelve deforme, pierde su semejanza, no sólo con Dios, sino consigo misma, cae en la esclavitud y el exilio.
Bernardo describe el drama de la conciencia en sus tres primeros tratados: Sobre los grados de la humildad y la soberbia, Sobre el amor de Dios y Sobre de la gracia y la libertad, en los que analiza las tres dimensiones más profundas del alma: la verdad, el amor y la libertad. La verdad está falsificada por el orgullo; el amor corrompido por el egoísmo; la libertad no es libre. Todo se ha vuelto ambiguo y la duplicidad, dirá en Scant 82, encubre la simplicidad natural del alma. Por eso, el pecado es una deformación del yo verdadero, que se hace, no sólo desemejante a Dios, sino a sí mismo, de modo que ya no nos conocemos como somos conocidos por el que nos creó.
Imagen y semejanza
Por su libertad, el hombre capaz de unirse a Dios, de elegirlo sobre todos los bienes. Pero el pecado ha desviado el impulso hacia Dios de esta libertad, que se ha vuelto deforme o desemejante. Para explicarlo, Bernardo distingue como tres niveles:
1.- El libre albedrío, o libertad de elección. Es la facultad de consentir o no consentir, de asentir o no. Nada ni nadie puede hacer que el hombre quiera o deje de querer. Si el ser humano perdiera esta desaparecería simplemente su voluntad y dejaría de ser humano. Es su libertad innata e inamisible, absolutamente libre de toda coacción o determinismo; por eso dice que es libertad sobre la coacción (libertas a necessitate). Lo que en el hombre es voluntad, en el animal es apetito. Este nivel del libre albedrío es propiamente la imagen de Dios en el hombre. La libertad de albedrío lo tienen los buenos y los malos, y es tan plena en esta vida como en la otra.
Considerando las distintas cualidades que hacen del alma una imagen del Verbo, escribe:
Se trata del libre albedrío, algo plenamente divino que brilla en el alma cual piedra preciosa… Gracias a él se inserta en el alma una capacidad de discernir y elegir con su opción entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la luz y las tinieblas… Además, este ojo del alma juzga y distingue como un árbitro severo; es, pues, el que discierne y es libre en su elección. Se llama libre albedrío, porque tiene la facultad de actual en todo al arbitrio de la voluntad (Scant 81, III,6).
2.- Ahora bien, en el paraíso, el libre albedrío iba acompañado además de libertad de discernimiento (líberum consilium), es decir, el lhombre una conciencia libre de oscuridad para discernir bien y mal, verdad y falsedad, lo que le permitía evitar el pecado (libertas a peccato).
3.- Junto con ello, poseía asimismo libertad de complacencia en el bien (líberum complacitum): una voluntad entera, que no necesitaba vencerse a sí misma para hacer el bien, que por eso le resultaba agradable de elegir y de hacer. Al estar libre de debilidad para la virtud, estaba libre de la miseria (libertas a miseria) en la que cayó después.
Por estas dos libertades, Adán y Eva tenían una voluntad buena, capaz de realizar el bien y hacer sin combate la voluntad divina. Por eso eran ellas las que constituían la semejanza con Dios del alma, pues permitían al libre albedrío configurarse con él. Por su discernimiento, Adán se hacía semejante a la sabiduría divina y por su complacencia en el bien, al poder divino. A diferencia de la imagen, que no se pierde, la semejanza es dinámica: se puede adquirir o perder. El libre albedrío, que hace al hombre capaz de querer, no le da la luz necesaria para discernir ni la energía para poder. Por eso, aunque no se pierda, queda en cierto modo cautivo mientras se vea privado total o parcialmente de las otras dos libertades (Gra n. 16).
Siguiendo a san Agustín, Bernardo dice que estas libertades tienen dos grados: uno superior, que corresponde sólo a Dios, y otro inferior que corresponde al hombre. El grado superior o divino de la libertad de discernimiento es la imposibilidad de pecar y el inferior la posibilidad de evitar el pecado. El grado superior de la libertad de complacencia es la imposibilidad de turbarse y caer en la miseria; y el inferior la posibilidad de evitar la turbación, la contradicción y la miseria. El hombre había recibido en el paraíso el grado inferior de ambas para tener la gloria de no pecar pudiendo pecar (Gra n. 22), y así ser capaz de mérito o de demérito. “Pues si no hay libertar, no hay mérito” (Scant 81, III,6), como es el caso de los animales, que no pueden merecer porque, al carecen de libertad y deliberación, moviéndose por el apetito natural o instinto.
Cuando Adán utilizó mal su libertad, perdió estas dos formas de libertad por las que era semejante a Dios. A esta pérdida de semejanza se le llama de-formación, pérdida de la forma original de la libertad, de su belleza natural (Gra n.32). Con ello, el alma se repliega sobre sí misma perdiendo su rectitud (SC 80,3), volviéndose anima curva, libertad vuelta a lo terreno, que sólo busca satisfacer su voluntas propria, su interés egoísta. De este modo la caridad, que es voluntas communis, se corrompe en cupiditas.
El Libertador de la libertad
Caído a la deformidad por el mal uso voluntario de su libre albedrío, por el vicio de la voluntad (Gra n. 23),queda una imagen fea y deforme (Gra n. 32), un libre albedrío cautivo del pecado y esclavo de la pena del pecado; de modo que el hombre ya “no es libre para levantarse gracias a esa voluntad” (Gra n. 23), pues una vez perdida la gracia y deformada la imagen, sólo la gracia podía ayudarle a orientar de nuevo su voluntad hacia el bien y hacerle recuperar de nuevo la forma y rectitud original, restaurarle en la semejanza.
En otras palabras, el libre albedrío necesita un libertador (Gra n. 7): Cristo, Sabiduría y Fuerza de Dios, para que lo saque de la región de la desemejanza en la que se halla hundido y lo devuelva a su belleza original (Gra n. 32). Ahora bien, Cristo es esa Forma, Patrón, Arquetipo o Paradigma, como se dice hoy, de la libertad, a la cual debe con-formarse nuestro libre albedrío:
Vino, pues, la Forma, a la cual se debía conformar el libre albedrío; porque para recuperar la forma primera sólo podía re-formarlo quien lo había formado (Gra n. 33).
Escuchando e imitando a Cristo, el alma puede reeducarse y recuperar la libertad de discernimiento y de complacencia, para liberarse del pecado y de la miseria. Esto no se logrará en esta vida, mientras haya concupiscencia de la carne. Y en un ascenso paralelo al del amor, Bernardo piensa que la libertad absoluta sobre la miseria no es de esta vida, como la plenitud del cuarto grado del amor. La libertad de la gloria, como la divinización del amor, se nos descubre muy raramente en esta vida, y sólo a los santos, a los contemplativos (Gra n.15), que gozan de la plena complacencia sólo durante el excessus mentis, en el cual conocen la felicidad y no sienten la miseria. Entretanto, el libre albedrío, con ayuda de la gracia, ha de tratar de gobernar el cuerpo, ordenando su corazón y sentidos, para ir recuperando su rectitud.
El primer paso para entrar en este camino es la re-conversión de la voluntad al bien. Para ello, la gracia da el primer paso, se anticipa al libre albedrío y le ayuda a consentir. La gracia es el artífice interior de la recuperación de la libertad, porque “Dios … a nadie puede salvar si Él mismo no se anticipa con la gracia” (Gra n. 46). Él nos hace pensar el bien, desearlo y obrarlo (Gra n. 46).
El libre albedrío se une a la gracia y colabora con ella; ahí está su obra y su mérito: consentir a la gracia (Gra n. 46). Consentir es salvarse (Gra n. 2). Ni la gracia sola puede nada, pues Dios a nadie puede salvar contra su voluntad, ni el libre albedrío puede tampoco levantarse por sí mismo. Por eso dice Bernardo: Suprime el libre albedrío, y no habrá nadie a quien salvar. Quita la gracia y no habrá nada con que salvar (Ibid.). Ambos actúan conjuntamente de modo misterioso, aunque la gracia siempre previene. Dios ha hecho tres cosas con el hombre: lo ha creado, lo ha reformado y lo ha glorificado. En estas tres acciones, sólo en la re-formación tenemos mérito, puesto que, de algún modo se hace con nosotros, es decir, mediante el consentimiento de nuestra voluntad (Gra n. 49).

sábado, 4 de febrero de 2012

"Non Nobis Domine..."

Este histórico lema de los templarios impuesto a la Orden por su primer padre espiritual, San Bernardo de Claraval, sumariza en unas pocas palabras el ideal y el propósito de su existencia.
Los primeros hermanos no vivían y luchaban por interés personal, sino por un concepto, el establecimiento de la sociedad cristiana, una civilización dedicada a la gloria de Dios. La caballería de hoy intenta emular esta gran tradición en el hecho de que sus trabajos y vidas deben ser un ejemplo para otros y como una hermandad tener como objetivo llegar a construir una aristocracia del espíritu.
Un caballero templario entiende que hay un Dios, una vida creada por El, una verdad eterna y un propósito divino. En consecuencia esta implícito que la verdadera existencia y las bases históricas de la Orden tienen por objeto:

1.- Luchar contra el materialismo, la impiedad y la tiranía en el mundo.
2.- Defender la santidad del individuo.
3.- Afirmar la base espiritual de la existencia humana.


Este es un tremendo objetivo, pero esta es la elección de la caballería. Es por lo tanto el deber de los caballeros prepararse y equiparse a si mismos para sostener esas creencias fundamentales. La misión original de la Orden es tan real hoy en día como lo fue en 1118 cuando se fundo, sólo que las circunstancias han cambiado.
Las crisis y los retos que afronta hoy en día la humanidad reclaman una cruzada que es más importante que cualquiera a que se haya enfrentado la Orden en el pasado. La continuidad de nuestra civilización, con todos sus errores es el reto de hoy en día. En consecuencia es necesario canalizar el trabajo y las actividades de la Orden de tal modo que sea posible entablar esa batalla ideológica que nos reta para la defensa de los valores que sostiene una sociedad basada en la ética y construida a través de siglos.
Trabajando por estos principios fundamentales, la Orden cooperara con otras ordenes similares a través del mundo en contra del desmoronamiento y los elementos destructivos que prevalecen hoy en la sociedad humana. Sin embargo, no es suficiente oponerse a estos males, la Orden debe sostener la justicia natural y los derechos fundamentales del hombre y estimular la descentralización del poder político del estado reconociendo el derecho de los pueblos y las naciones a gobernarse a si mismos dentro de su medio económico natural.
De acuerdo con estos principios, la Orden reconoce a todos los seres humanos como hijos de Dios, sin relación a raza o sexo y que tienen el derecho de buscar su bienestar material y desarrollo espiritual en condiciones de dignidad, de seguridad económica y de igualdad de oportunidades. La consecución del marco de referencia para que esto sea posible debe constituir el objetivo central de toda política internacional.
La Orden apoya la libertad de expresión, de conciencia y de religión; defensa colectiva y medidas positivas para erradicar la pobreza y la injusticia que amenazan la paz del mundo.
La Orden entiende que la felicidad y la dignidad no solo dependen del bienestar físico sino de cosas en las cuales a las personas les sea posible tomar un interés vivo y profundo mas allá de sus propias vidas privadas.
La Orden cree en políticas claras y practicas, siendo aquellas las que aseguren una vivienda decente, atención sanitaria, fomentando que todos tengan la oportunidad de vivir una vida total y activa, pudiendo desarrollar sus talentos naturales.
La Orden fomenta el patriotismo, expresado en el orgullo hacia la propia tierra y sus logros y el reconocimiento del lugar que le corresponde entre las naciones y sus deberes para con la humanidad. Sostiene además la idea de que cada nación debe establecer los mecanismos apropiados para vigilar y aconsejar la mejor utilización de los recursos naturales, en vista de la crisis que se producirá a la larga de minerales esenciales, petróleo, agua, etc.., como también en la agricultura y la forestación
Entiende que la educación es probablemente la responsabilidad más importante que tienen aquellos encargados de la administración para proveer de instrucción adecuada a nuestras futuras civilizaciones. Se estima que la única política educacional realista es la que se dirija a asegurar los requerimientos que exige la era tecnológica, debiendo también respetarse la persona humana y su derecho y deber de hacer una elección justa, sin comprometer la capacidad del individuo de reflexionar y decidir.
Mientras la educación determine el futuro de la civilización la Orden aboga por una línea de acción militante pero sin sectarismos, para encauzar la consecución de los objetivos, en todos estos importantes aspectos.
En conclusión la Orden cree que los objetivos y espíritu de la misma desde un punto de vista histórico, espiritual e ideológico deben promoverse cada día mas, recuperando los valores culturales y morales del mundo occidental

miércoles, 1 de febrero de 2012

2 de Febrero. Virgen de la Candelaria

Historia
No hay acuerdo sobre el año de la aparición, pero la mayor opinión es que apareció en la desembocadura del barranco de Chimisay, parroquia de Güimar, 95 años antes de la conquista de Tenerife, es decir aparecería del 1400 al 1401. Fray Alonso de Espinosa escribió la historia en 1594.

Sobre la aparición:
Iban dos pastores guanches a encerrar su ganado a las cuevas cuando notaron que el ganado se remolinaba y no quería entrar. Buscando la causa miraron hacia la embocadura del barranco y vieron sobre una peña, casi a la orilla del mar, la santa imagen la cual creyeron estar animada. Como estaba prohibido a los hombres hablar o acercarse a las mujeres en despoblado, le hicieron señas para que se retirase a fin de que pasase el ganado. Pero al querer ejecutar la acción, el brazo se le quedó yerto y sin movimiento. El otro pastor quiso herirla con su cuchillo. Pero en vez quedó herido el mismo. Asustados, huyeron los dos pastores a Chinguano, a la cueva-palacio del rey Acaymo, para referirle lo acontecido. El rey fue a ver con sus consejeros. Ella nada respondía pero nadie se atrevía a tocarla. El rey decidió que fuesen los mismos dos pastores ya heridos quienes la recogieran para llevarla al palacio. Ellos, al contacto con la imagen, quedaron sanados. El rey comprendió que aquella mujer con el niño en brazos era cosa sobrenatural. El mismo rey entonces quiso llevarla en sus brazos, pero después de un trecho, por el peso, necesitó pedir socorro. Es así que en lugar de la aparición hay hoy día una gran cruz y en el lugar donde el rey pidió socorro, un santuario a Nra. Señora del Socorro.

La llevaron a una cueva cerca del palacio del rey hoy convertida en capilla. Mas tarde un joven llamado Antón, que había sido tomado como esclavo por los españoles y había logrado escapar y regresar a su isla, reconoció en la imagen milagrosa a la Virgen María. El, habiendo sido bautizado le relató al rey y a su corte la fe cristiana que el sostenía. Así llegaron a conocer a la Virgen María como "La Madre del sustentador del cielo y tierra" y la trasladaron a la cueva de Achbinico para veneración pública.

La imagen fue robada por los españoles pero devuelta tras una peste que ellos atribuyeron al robo sacrílego. Mas tarde, cuando los españoles conquistaron la isla, la devoción ya estaba allí arraigada. En 1526 se edificó el santuario por los muchos prodigios que Dios obraba por Nuestra Señora de la Candelaria.

De Las islas canarias la devoción se propagó a América. Hernán Cortés llevaba al cuello una medalla de esta imagen. En 1826 la imagen se perdió víctima de una inundación.

-Fue declarada Patrona Principal del Archipiélago Canario por decreto de la Sagrada Congregación de Ritos el día 12 de diciembre de 1867.
-Coronada canónicamente el 13 de octubre de 1889.
-La basílica actual (1-2-1959)