viernes, 30 de marzo de 2012

Radio OSMTHVe - Programacion Especial Semana Santa 2012

Viernes de Concilio, Viernes de Dolores o Viernes de Pasión

El Viernes de Dolores o Viernes de Pasión, es el viernes anterior al Domingo de Ramos, comprendido dentro de la última semana de la Cuaresma, conocida por la Iglesia como Semana de Pasión. En algunas regiones es considerado como el inicio de la Semana Santa o Semana Mayor, al iniciarse en éste las procesiones.
Los católicos manifiestan su fervor religioso en la celebración de los Dolores de Nuestra Señora, incluyendo por ejemplo en la liturgia de la Misa la secuencia del Stabat Mater.
En algunos lugares se le denomina Viernes de Concilio, el cual es tomado como día de ayuno y abstinencia, quedando proscrito el consumo de carnes.
Esta antigua celebración mariana tuvo mucho arraigo en toda Europa y América, y aún hoy muchas de las devociones de la Santísima Virgen del tiempo de Semana Santa, tienen su día festivo o principal durante el Viernes de Dolores, que conmemora los sufrimientos de la Madre de Cristo durante la Semana Santa.
El Concilio Vaticano II consideró, dentro de las diversas modificaciones al calendario litúrgico, suprimir las fiestas consideradas "duplicadas", esto es, que se celebren dos veces en un mismo año; por ello la fiesta primigenia de los Dolores de Nuestra Señora el viernes antes del Domingo de Ramos fue suprimida, siendo reemplazada por la moderna fiesta de Nuestra Señora de los Dolores el 15 de septiembre.
A pesar de ello, la Santa Sede contempla que, en los lugares donde se halle fervorosamente fecunda la devoción a los Dolores de María, este día puede celebrarse sin ningún inconveniente con todas las prerrogativas que le son propias.

http://www.elperiodiquito.com/article/56312/Viernes-de-Concilio-inicia-la-Semana-Mayor

Viernes de Concilio - Los Palmeros


El viernes de concilio, es considerado el día consagrado a la reconciliación de los pecadores.

LOS TEQUES.- El comienzo de la Semana Santa es realmente el Domingo de Ramos, sin embargo el viernes anterior o viernes de concilio, también se consideran como parte de la semana mayor.
Cada viernes de concilio, los palmeros suben y bajan al día siguiente cargando las palmas que serán benditas en la misa de ramos.
Uno de los más reconocidos en la geografía mirandina, son los Palmeros de Chacao quienes son herederos de una tradición que data de cerca de 1770, cuando el párroco José Antonio Mohedano, ante la recurrencia de la peste de la fiebre amarilla que azotaba el valle de Caracas, quiso solicitar clemencia a Dios con una promesa y envió a los peones de las haciendas cercanas a la montaña ( Parque Nacional El Ávila), a buscar la palma real para que bajaran sus hojas, evocando el pasaje bíblico de la entrada de Jesús a Jerusalén.
Las palmas son utilizadas para hacer cruces pequeñas.
El viernes de concilio, es considerado el día consagrado a la reconciliación de los pecadores.
Durante este día en la capital del país, Caracas, desde hace mucho tiempo se lleva a cabo una tradición, denominada; la procesión de los palmeros de Chacao, quienes suben al cerro Ávila, donde recolectan las palmas y bajan en procesión hasta llegar al templo el domingo de ramos, en donde se rememora la entrada triunfal de cristo en Jerusalén.
La bendición de las palmas, parece haberse originado en el siglo quinto en Jerusalén, cuando en este día era habitual desfilar en procesión con el Obispo que hacia de Jesús desde el Monte de los Olivos hasta la iglesia de la Resurrección.
En nuestro país, las palmas, una vez benditas, se trasforman en amuletos protectores de los hogares, de las personas y hasta de los vehículos.
También, pueden ser incineradas en momentos de tribulación.
Una vez que culmina el Domingo de Ramos, llega el lunes Santo y durante este día se recuerda la estadía de Cristo en el templo de Jerusalén, donde se presenta a Jesús como fuente de luz y salvación.
Pola Del Giudice Ortiz/pdegiudice@diariolaregion.net
http://www.diariolaregion.net/seccion.asp?pid=29&sid=1562&notid=66546

Un poco de historia:
Según cuenta la historia, este acto -que se convirtió en una tradición que ya tiene más de 230 años- surgió en 1770, cuando el párroco de Chacao José Antonio Mohedano, solicitó clemencia a Dios por la epidemia de fiebre amarilla que diezmaba la población de la ciudad, y envió a los peones de las haciendas a la montaña en busca de la palma real, evocando el pasaje bíblico de la entrada de Jesús en Jerusalén cuando fue recibido con ramos de olivo por la población.
Una vez que los peones recolectaron las palmas y fueron bendecidas en la iglesia el Domingo de Ramos de ese año, fue desapareciendo la peste y desde entonces se repite la búsqueda de las hojas de la palma milagrosa en Semana Santa en el Warairarepano (Antiguo Parque Nacional el Avila)
http://www.vtv.gov.ve/index.php/culturales/79613-palmeritos-fueron-juramentados-este-miercoles

MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA CUARESMA DEL 2012

«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras» (Hb 10, 24)

Queridos hermanos y hermanas

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.
Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.
1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.
El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).
La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.
El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.
2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.
Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).
3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.
Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.
Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).
Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.
Vaticano, 3 de noviembre de 2011

BENEDICTUS PP. XVI

jueves, 29 de marzo de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 9)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 9)

El esclavo, el mercenario y el hijo
San Bernardo se sirve aún de otra imagen para evocar esta purificación del amor: el primer grado es el amor esclavo o servil, el segundo el amor mercenario, el tercero el amor filial, el cuarto el amor esponsal. En el inicio del reordenamiento del affectus, Bernardo compara el alma a un esclavo que actúa por temor: el servus timet sibi, está lleno de temor. Se ha creado una ley para sí mismo, contraria a la ley de la caridad, y así se ha hecho contrario a Dios (contrarium tibi), aunque de hecho no puede sustraerse de la ley eterna. Por eso, la ley que a sí mismo se impone es un yugo pesado e insoportable: no ama y vive en interna contradicción, “porque es propio de la Ley justa y eterna de Dios que quien no quiere regirse con dulzura, se rija a sí mismo con dolor, y quien desecha el yugo suave y la carga ligera de la caridad, se vea forzado a soportar el peso intolerable de su propia voluntad” (Cf. AmD XIII, 36).
El temor que mueve el amor servil opera, según Bernardo, como un instrumento que aparta el corazón de los deseos carnales en los que se complace su cupídítas, de modo que ésta se empiece a orientar a Dios, único capaz de colmar el deseo del hombre. Al principio el temor es servil: es la actitud del servus, que teme el castigo de Dios y evita el pecado por miedo al juicio y al infierno. Cuando el temor se purifica, se convierte en temor filial (Carta 11,7); es decir, se tiñe de amor. Pues sin “el amor, el temor es un castigo, y el amor perfecto echa fuera el temor” (SCant 54,11). El amor puro absorberá el temor, junto con los otros cuatro affectus del corazón (SCant 73,3). Por eso, a medida que el amor se purifica, triunfa también la fíducia o confianza sobre el miedo. Si el temor nos sobrecogía antes de terror ante la perspectiva del infierno (SCant 16,7), ahora las perspectivas son más felices (SCant 83,1).
Después viene la figura del mercenario. El mercenario ama a Dios, pero en virtud de su cupiditas: el mercenario cupit sibi, codicia para sí. Su situación interna es la misma que la del esclavo, porque el punto de mira de su affectus, no es Dios ni el prójimo, sino su propio yo. Tanto uno como otro, se rigen por la misma ley egoísta: “los primeros no aman a Dios, los segundos aman otras cosas más que a Dios” (AmD XIII, 36). El mercenario no conoce la gratuidad y se aísla. En lugar de Dios, prefiere los bienes que se puede apropiar. Y del mismo modo que la ley de la caridad debe ordenar el amor servil, infundiéndole devoción, debe también ordenar el amor mercenario, ordenando su codicia (Ibid. XIV, 38).
En cambio, el hijo todo lo refiere al padre: defert patri, honra al Padre. Los que temen y codician sólo se miran a sí mismos. El amor del hijo, en cambio, no busca su interés, y a esta noble disposición se llama ya caridad. “Solamente ella convierte realmente el corazón del hombre” (AmD XII, 34). Como los dos primeros piensan sólo en su provecho, no hay en ellos lugar para el amor puro. En cambio, el affectus del hijo es más noble, puesto que su movimiento va a Dios en virtud de Dios: “El siervo teme el rostro de su Señor, el mercenario espera la paga de su amor, el discípulo escucha a su maestro; el hijo honra a su Padre” (SCant 7,2). ¿Puede entonces considerarse ya el amor filial como un amor puro? San Bernardo comprueba que, frecuentemente, incluso en el amor del hijo se mezcla cierto interés bajo la forma de una esperanza de herencia, y que por consiguiente tampoco éste alcanza todavía la medida del amor puro, que sólo al amor esponsal, a la caridad extática corresponde, en la que ya no existe un yo y el alma “sólo se acuerda de tu justicia” (XV, 39).
En un esbozo de sermón conservado en la colección De diversis, titulado “Un triple corazón”, esquematiza así la ascensión o purificación del amor:
Suba el hombre a lo alto del corazón y Dios será exaltado (Sal 63,7-8). Hay un corazón elevado, un corazón humilde y un corazón intermedio. El profeta dice: Volved, rebeldes, al corazón (Is 46,8). La primera subida es la del siervo rebelde a un corazón humilde, impulsado por el juicio; la segunda es la del mercenario a un corazón intermedio, por la llamada del consejo. La tercera es la del hijo a un corazón elevado, elevado por el deseo. Entonces es exaltado Dios, es decir, se eleva sobre el corazón, para que, al no poder ser comprendido por la razón, sea al menos deseado por el affectus y el amor… Esta ascensión tiene cuatro etapas: la primera es hacia el corazón; la segunda en el corazón; la tercera desde el corazón y la cuarta por encima del corazón (de la razón). En la primera se teme al Señor, en la segunda se escucha al Consejero, en la tercera se desea al Esposo, en la cuarta se contempla a Dios (Var 115)

domingo, 25 de marzo de 2012

Benedicto XVI: Ahora entiendo por qué Juan Pablo II se sentía mexicano

LEÓN, 25 Mar. 12 / 10:24 pm (ACI).- Durante una multitudinaria serenata en las afueras del Colegio de Miraflores donde se hospeda en León (México), el Papa Benedicto XVI rompió el protocolo para saludar a la multitud e improvisar un breve mensaje en el que agradeció todo el cariño recibido en estos días y aseguró que ya sabe lo que es sentirse un “Papa mexicano”.

A su regreso de la Catedral de León, donde presidió el rezo de las Vísperas ante cientos de obispos de toda América Latina, el Papa tenía previsto descansar antes de la ceremonia de despedida de mañana lunes en el aeropuerto de Silao.

Sin embargo, en los alrededores del hospedaje papal la multitud no parecía dispuesta a dejarlo ir. Miles de mexicanos coreaban vítores y las famosas porras, mientras un grupo mariachi entonaba alegres melodías mexicanas tradicionales.

En medio de esta fiesta y cuando entonaban el popular “Cielito lindo”, el Pontífice salió de la casa para saludar a los presentes, recibió de manos de una joven mariachi un sombrero típico mexicano de color blanco, lo lució por varios minutos mientras recibió el saludo de los músicos e improvisó unas palabras en italiano que fueron traducidas por el Nuncio Apostólico en México, Mons. Christophe Pierre.

“Muchísimas gracias por este entusiasmo. Nunca, nunca, he sido recibido con tanto entusiasmo”, afirmó el Papa. “Debo decir que México va a permanecer siempre en mi corazón”.

“Ahora puedo entender por qué el Papa Juan Pablo II decía ‘ahora me siento un Papa mexicano’”, agregó ante la ovación de la emocionada multitud.

“Queridos amigos yo me siento muy bien con ustedes, pero deben entender que tengo otro viaje a Cuba, pero me voy a retirar dándoles mi bendición”, y tras impartirla en latín, se despidió con un “¡Buenas noches!” en español.
http://www.aciprensa.com/noticia.php?n=36482

sábado, 24 de marzo de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 8)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 8)
Los cuatro grados del amor
Anteriormente hemos visto una escala del amor en tres grados -carnal, racional, espiritual- desde el punto de vista de la configuración con la humanidad de Cristo primero, y con su divinidad después. Ahora veremos la conocida escala en cuatro grados, desde el punto de vista de la purificación que sigue el affectus del egocentrismo al amor puro. El restablecimiento del amor, perdido en la región de la desemejanza, exige el éxodo, la salida de la cautividad del pecado. En el affectus carnalis no existe libertad, pues el amor impuro mancha la voluntad; pero si se transforma en espiritual, los afectos humanos irán detrás y se transformarán también en sentimientos divinos (AmD XV,40). Al final del camino, el verdadero amor de sí y el amor de Dios son una misma realidad: “Al dárseme Dios a mí, me devolvió lo que yo era” (AmD V,15), su imagen restablecida.
El retorno a Dios, la recuperación de la semejanza, requiere la puesta en orden del amor (ordinatio caritatis): “Semejante al Verbo por naturaleza, el alma procura también ser semejante a él por la voluntad, amando como ella es amada” (SCant 83,3). Mas para llegar a eso, el amor ha de ser puro y desinteresado: no ha de esperar nada que no sea el mismo amor: “Me resulta sospechoso un amor que espera recibir algo distinto de sí mismo” (SCant 83,5). La paga del amor sólo puede ser el amor; y lo que espera el amor es el amor. Del mismo modo, Dios debe ser amado con un amor puro y desinteresado, que no tenga otro motivo para amarle que el propio Dios: “El motivo de amar a Dios es Dios; la medida de amarle, amarle sin medida” (AmD I,1).
Dios es infinito, inmenso y sin medida, y no es posible amarle con amor limitado y parcial. Y añade:
“Hay dos razones por las que Dios debe ser amado en virtud de él mismo. Una porque es más justo; otra porque nada puede amarse con más provecho. Preguntarse por qué debe ser amado Dios plantea una doble cuestión: qué razones presenta Dios para que le amemos y qué ganamos nosotros con amarle. A estas cuestiones no encuentro otra respuesta más digna que la siguiente: la razón de amar a Dios es él mismo” (idem).
Veamos un poco la ascensión del amor, tal como se describe en el tratado Sobre el amor de Dios.
El primer grado o punto de partida de la purificación del affectus es el amor de sí en virtud de sí mismo, y el de llegada el amor a Dios y a todos los seres en virtud de Dios. “Ante todo, el hombre se ama a sí mismo por sí mismo” (propter seipsum) (AmD 8,23). Este es el primer grado que Bernardo enumera en su doctrina del reordenamiento del amor. Por pertenecer a la naturaleza, el amor debería estar vuelto ante todo al autor de la naturaleza:
Si procede de la naturaleza, lo más razonable es que sirva ante todo al autor de la naturaleza. Por eso, el mandamiento primero y más importante es: amarás al Señor tu Dios. (AmD VIII, 23)
Pero como somos de carne y nacemos de la concupiscencia de la carne, nuestro amor, por impulso de las necesidades, empieza por lo carnal y sensible (AmD XV,39), en vez de por lo espiritual. La naturaleza es frágil y enfermiza, y las necesidades mueven al hombre a amarse preocuparse por sí mismo, antes que por ninguna otra cosa. (AmD VIII, 23). Y señala Bernardo que este amor carnal, centrado en la subsistencia y necesidad, no lo enseña ningún precepto de la Escritura, sino que está inserto en la naturaleza (AmD XV,39), ya que nadie aborrece su propia carne. Por eso no es malo, mientras no se salga de su cauce. El problema es que, debido al egoísmo, con facilidad traspasa la estricta necesidad y se desborda hacia al placer, convirtiéndose en egoísmo acaparador, que todo lo quiere para sí. Todo lo convierte en necesario, sin que para él ya nada sea superfluo ni esté de más. De este modo se vuelve codicia y avidez.
Para educar esta tendencia y cohibir la superfluidad, es decir, lo que va más allá de la necesidad, sale al encuentro el segundo mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo, preocúpate de la necesidad ajena como te ocupas de la tuya (AmD VIII, 23). Enlazamos aquí con el segundo grado de la verdad, tal como vimos en el tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia, al tratar de la verdad en el prójimo y la compasión. Si el hombre se deja educar, su amor carnal se amplía y se transforma en amor social. Y al desprenderse de lo superfluo para atender a lo necesario, se vuelve desprendido, pobre, generoso.
Si atiendes el consejo del sabio y te apartas de las pasiones; si escuchas al apóstol y te contentas con tener lo necesario para comer y vestir; si no te pesa apartar, al menos un poco, tu amor de los deseos carnales, estoy convencido de que lo que sustraes al enemigo del alma lo compartirás sin dificultad con quien comparte tu naturaleza contigo. Tu amor, entonces, será puro y bueno: lo que sustraes a tu ambición, lo vuelcas en las necesidades de los hermanos. De este modo, tu amor carnal se convierte en social, porque se extiende al bien común (Ibid.).
Privarse de lo superfluo es, por lo demás, una de las claves de la pobreza en san Bernardo. Él sabe que el amor carnal busca ante todo su propia seguridad y teme empobrecerse, verse carente de lo necesario si se pone a compartir y ser generoso con los demás. Por eso Bernardo apela con energía a vivir de una fe confiada, más que del miedo a la inseguridad, pues Dios “promete dar lo necesario al que se priva de lo superfluo por amor al prójimo” (Ibid.). Y añade que hay que buscar ante todo el Reino de Dios, con la confianza puesta en que lo demás se nos dará por añadidura. Eso implica una pobreza vivida como sobriedad y templanza, y como justicia del compartir los bienes de la naturaleza con los que tienen nuestra misma naturaleza.
Este amor al prójimo es perfecto cuando nace de Dios y tiene en Dios su causa. Si no amamos al prójimo en Dios, no podemos amarle limpiamente, sino egoístamente. Y para amarle en Dios, hay que amar primero al Dios “que se hace amar y hace amables todas las cosas” (Ibid. 25). Por eso, su perfección requiere el ascenso a los grados superiores del amor.
Llegamos así al segundo grado, que, iniciado al fin del primero, sirve de paso al tercero, purificando el affectus humano y asegurando así su ascenso. He aquí cómo san Bernardo lo describe: “El hombre ama ya a Dios, pero todavía por sí mismo, no por Él” (AmD IX, 26).
El alma ama ya a Dios, pero un poco como a un objeto del que se saca beneficio: sus miserias y necesidades le impulsan a acudir a él: “comienza a buscar a Dios por la fe y amarle porque le necesita” (Ibid. XV, 39). Aquí hay ya cierta prudencia, que consistente en saber lo que puede hacer por sí mismo y lo que tiene que esperar de la ayuda de Dios. El que ha llegado a darse cuenta de que no puede bastarse a sí mismo y de que ha sido escuchado por Dios, llega poco a poco a amar a Dios, no solamente por su propio interés, sino por Dios mismo. A través de sus dones empieza a saborear su misma dulzura o caridad, y es atraído por ella.
Aquí llegamos al tercer grado: “Éste es el tercer grado del amor: amar a Dios por él mismo” (AmD XV, 39). Por experiencia el alma está convencida de la bondad de Dios. Este gusto de la suavitas Dei es ya espiritual. Supone la conversión del alma arrancada de lo carnal. Ahora es ya el Dios-Bondad el que atrae: “Habiendo gustado qué bueno-dulce-suave es el Señor… retiene su sabor en el paladar de su corazón… con ello sucede que ya no desea ningún bien suyo, sino a él mismo” (Var 3,1). Para amar a Dios por encima del propio interés, se necesita haber experimentado de algún modo, pero realmente, su Bondad. Si no, no se podrá pasar del segundo, que es el más habitual. Cita aquí Bernardo el evangelio de san Juan, cuando dicen los samaritanos a la Samaritana: Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42). De esta experiencia de la gracia nace sin duda el tercer grado del amor.
Aquí es a Dios y no sólo sus dones, a quien se ama: su amor se ha hecho desinteresado y libre, porque está liberado de las pasiones carnales, en una palabra, porque es puro y gratuito:
Ama a Dios de verdad y… todo lo que es Dios. Ama con pureza… Ama justamente y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este amor, porque es gratuito… El que así ama, ama como es amado. Y no busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como él mismo buscó los nuestros (Ibid. IX, 27).
Y añade: “En este grado el hombre permanece durante mucho tiempo, y no sé si en esta vida puede hombre alguno elevarse al cuarto grado” (AmD XV, 39). El cuarto grado es el excessus mentis, la realización en el tiempo de la eternidad, el Reino de los cielos, la plena semejanza de la imagen de Dios en el alma.
En el cuarto grado, el hombre ama a todas las cosas, incluso a sí mismo, por Dios: “El hombre sólo se ama a sí mismo por Dios” (Ibid. X, 27). Bernardo se pregunta si este grado de realización definitiva es posible alcanzarse en esta morada terrena, de carne y barro, y si aquellos raros que lo alcanzan, pueden permanecer mucho en él:
¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrena? ¿Cuándo experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios, y uniéndose al Señor, sea un espíritu con él…? Dicho y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana (Ibid. X,27)
El peso del cuerpo, los conflictos de la vida, las necesidades de la carne, la debilidad de nuestra corrupción y las exigencias de la caridad fraterna, nos reclaman para las humildes realidades de la vida. Habiendo Dios hecho todo propter seipsum, un día la criatura tendrá que conformarse enteramente y concordarse con su autor.
Ahí está el amor enteramente espiritualizado, porque el hombre ya ama en espíritu, in spiritu (Ibid. XI, 39), más allá de lo sensible, e incluso de lo racional. Ahí es donde el alma quiere que, tanto ella como todas las cosas, sean sólo para Él, en total acuerdo con su Voluntad; ahí se sitúa la realización de su Voluntad en nosotros y a través de nosotros. Nuestra intención de amor será tanto más pura cuanto que en ella no vaya ya mezclado nada que nos sea propio (AmD X, 28). De acuerdo con la tradición, Bernardo utiliza aquí de buen grado la palabra divinización: “El amor carnal será absorbido por el amor del espíritu, y nuestros débiles afectos humanos se transformarán de algún modo en divinos” (AmD XV,40). Y concluye:
¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ¡Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de los suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado (AmD X,28).
He ahí el Reino de los cielos incoado en la tierra. Ahora bien, Bernardo es de la opinión de que incluso los santos sólo alcanzarán la perfección de amor sólo después de la resurrección final, porque hasta entonces, el alma piensa todavía en la resurrección del cuerpo -material, sino glorificado- y por eso no está totalmente olvidada de sí misma, y por tanto subsiste en ella cierto ego. Cuando el cuerpo aparezca resucitado, entonces será el completo olvido de aquel yo desemejante a Dios que nació con el pecado original:
¿Qué le impedirá salir de sí misma, lanzarse toda hacia Dios y hacerse completamente desemejante a sí, porque se le concede asemejarse a Dios? (AmD XI, 32).
Vuelto por fin semejante a Dios, ve el rostro de Dios en la propia imagen suya que él mismo es, perfectamente restaurada. Posee la verdadera sabiduría: Te saborearás a ti mismo tal como eres porque sentirás que no eres nadie para poder amarte sino en cuanto eres de Dios: tu capacidad de amar la volcarás en él (SCant 50,6).
En esquema, los cuatro grados del amor siguen esta estructura:
-amor de mí, por mí
-amor de Dios, por mí
-amor de Dios, por Dios
-amor de mí por Dios

lunes, 19 de marzo de 2012

19 de Marzo: Dia de San José

Oración a San José:

A Vos recurrimos en nuestra tribulación, bienaventurado José, y después de haber implorado el auxilio de vuestra Santísima esposa, solicitamos también confiadamente vuestro patrocinio. Por el afecto que os unió a la Virgen Inmaculada, Madre de Dios; por el amor paternal que profesasteis al Niño Jesús, os suplicamos que volváis benigno los ojos a la herencia que Jesucristo conquistó con su Sangre, y que nos socorráis con vuestro poder en nuestras necesidades. Proteged, prudentísimo custodio de la Sagrada Familia, al linaje escogido de Jesucristo; preservadnos, Padre amantísimo, de todo contagio de error y corrupción; sednos propicio y asistidnos desde el Cielo, oh, poderosísimo Protector nuestro! en el combate que al presente libramos con el poder de las tinieblas, y del mismo modo que en otra ocasión librasteis del peligro de la muerte al Niño Jesús, defended ahora a la Santa Iglesia de Dios de las asechanzas del enemigo y de toda adversidad. Amparad a cada uno de nosotros, con vuestro perpetuo patrocinio, a fin de que, siguiendo vuestros ejemplos y sostenidos con vuestros auxilios, podamos vivir santamente, morir piadosamente, y obtener la felicidad eterna del cielo. Amén.

Prescrita por León XIII.

domingo, 18 de marzo de 2012

Ultimos momentos del Gran Maestro Jacques de Molay

† 18 de marzo de 1314

¿Se humillaría por fin Jacobo de Molay e imploraría piedad? Y el rey Felipe el Hermoso, con un gesto de postrera clemencia, ¿concedería gracia a los condenados?

El rey hizo un ademán y en su mano se vio chisporrotear una sortija. Alán de Pareilles repitió el gesto en dirección al verdugo, y éste hundió el blandón de estopa entre los haces de la hoguera. Un inmenso suspiro escapó de miles de pechos, suspiró entremezclado de alivio y de horror, de turbio gozo, de espanto, de angustia, de repulsión y de placer.

Numerosas mujeres lanzaron un chillido. Algunos niños ocultaron el rostro entre el vestido de sus padres. Una voz de hombre gritó:

-¡Ya te dije que no vinieras!

El humo comenzó a elevarse en espesas espirales, que una ráfaga de viento empujó hacia la galería. Monseñor de Valois comenzó a toser de la manera más ostensible. Retrocedió hasta Nogaret y Marigny y dijo:

-Si esto sigue así, nos ahogaremos antes de que vuestros Templarios se hayan quemado. Por lo menos podríais haber puesto leña seca. Nadie dio oídos a su observación. Nogaret, con los músculos en tensión y la mirada ardiente, saboreaba ásperamente su triunfo. Aquella hoguera esa la coronación de siete años de luchas y de viajes agotadores, de millares de palabras pronunciadas para convencer, de millares de páginas escritas para probar. “Arded, quemaos”, pensaba. “Bastante tiempo me habéis tenido en jaque. Mía era la razón, y vuestra es la derrota.”

Enguerrando de Marigny, imitando la actitud del rey, se forzaba en permanecer empasible y en considerar este suplicio como una necesidad del poder. “Era preciso, era preciso”, se repetía. Pero viendo morir a aquellos hombres, no podía dejar de pensar en la muerte, en su muerte.
Los dos condenados ya no eran obstrucciones políticas.
Hugo de Bouville oraba a hurtadillas.

El viento cambió de dirección y la humareda, cada momento más espesa y alta, rodeó a los condenados, y los ocultó casi a la multitud. Se oyó toser y carraspear a los dos ancianos, sujetos a sus respectivos postes.

Luis de Navarra se echó a reír estúpidamente, frotándose los ojos enrojecidos.
Su hermano Carlos, el menor de los hijos del rey desviaba la vista. El espectáculo le resultaba visiblemente penoso. Tenía veinte años; era esbelto, rubio y sonrosado, y los que conocieron a su padre a la misma edad, decían que se le parecía de una manera notable, aunque era menos vigoroso y menos autoritario, como una réplica disminuida de un gran modelo. Tenía la apariencia, pero le faltaba el temple y los dones del carácter.

-Acabo de ver luz en tu casa, en la torre – dijo a Luis a media voz.
-Es la guardia, seguramente, que también quiere alegrarse la vista.
-De buen grado les cedería mi lugar – murmuró Carlos.
-¿Cómo? ¿No te divierte ver asarse al padrino de Isabel? – preguntó Luis de Navarra.
-Es verdad que Molay era padrino de nuestra hermana – murmuró Carlos.
-Luis, callaos – dijo el rey.

Para disipar el malestar que lo invadía, el joven príncipe Carlos se esforzó por concentrar su pensamiento en su objeto placentero. Se puso a soñar con su mujer, Blanca, con la maravillosa de Blanca, con el cuerpo de Blanca, con sus delicados brazos que se tenderían hacia el dentro de poco, para hacerle olvidar esa atroz visión. Pero no pudo evitar que se interpusiera un doloroso recuerdo: los dos hijos que Blanca le había dado habían muerto recién nacidos, dos criaturas que veía ahora inertes, en sus bordados pañales. ¿Tendría la suerte de que Blanca tuviera otros hijos y de que viviesen?

Los gritos de la turba lo sobresaltaron. Las llamas acababan de brotar de la leña. A una orden de Alán de Pareilles, los arqueros apagaron sus antorchas en la hierba y la noche quedó iluminada solamente por la hoguera.

Las llamas alcanzaron primero al preceptor de Normandía. Hizo un patético gesto de retroceso cuando las lenguas de fuego comenzaron a lamerlo, y su boca se abrió como si tratara de respirar el aire que huía de él. A pesar de las ligaduras, su cuerpo casi de dobló en dos. Cayó la mitra de papel y se consumió en un instante. El fuego iba envolviéndolo. Luego, una nube de humo gris lo engulló. Cuando se hubo disipado, Godofredo de Charnay ardía, gritando y jadeando, y tratando de desprenderse de aquel poste fatal que temblaba sobre su base. Se veía que el gran maestre lo alentaba, pero la turba rugía con tal fuerza para sobreponerse al horror, que no pudo percibirse más que la palabra “hermano”, pronunciada dos veces. Los ayudantes del verdugo corrían de un lado para otro dándose empellones, en busca de nuevos haces de leña, y atizando la fogata con largos garfios de hierro.

Luis de Navarra, cuyo pensamiento funcionaba siempre con retraso, preguntó a su hermano:

-¿Estás seguro de que había luz en la torre de Nesle? Y no la veo. Y por un momento una preocupación pareció cruzar su mente.

Enguerrando de Marigny se había cubierto los ojos con la mano para protegerse del fulgor de las llamas.

-¡Hermosa imagen del infierno nos dais, Nogaret! – dijo monseñor de Valois -. ¿Acaso pensáis en vuestra vida futura?

Guillermo de Nogaret no respondió.
La hoguera se había convertido en horno y Godofredo de Charnay no era más que un objeto ennegrecido. Crepitante, henchido de burbujas, se deshacía lentamente en cenizas, se volvía ceniza.
Algunas mujeres se desvanecieron. Otras se acercaron presurosas a la ribera, para vomitar casi en las mismas narices del rey. La turba, después de tanto griterío, se había calmado. Algunos comenzaban a extasiarse porque el viento se obstinaba en soplar del mismo lado de modo que el gran maestre no había sido tocado aún. ¿Cómo podía resistir tanto tiempo? A sus pies, la hoguera parecía intacta.
Luego, de pronto, un hundimiento en el brasero hizo que las llamas, reavivadas, brincaran hacia él.
-¡Ya está! ¡Ahora le toca a él! –gritó Luis de Navarra.
Los grandes y fríos ojos de Felipe el Hermoso tampoco pestañeaban en ese momento.

De pronto, la palabra del gran maestre atravesó la cortina de fuego, y como si se dirigiera a todos y a cada uno de los presentes prodújoles el efecto de una bofetada en pleno rostro. Con irresistible fuerza, como la había hecho en Notre Dame, Jacobo de Molay gritó:

Oprobio, oprobio! ¡Estáis viendo morir a inocentes! ¡Caiga el oprobio sobre vosotros! ¡Dios os juzgará!

Las llamas lo flagelaron, quemando su barba, calcinaron en un segundo la mitra de papel e iluminaron sus blancos cabellos. La multitud aterrorizada, había enmudecido. Se diría que estaban quemando a un loco profeta.

De su boca en llamas tronó espantosa su voz:

-¡Papa Clemente!... ¡Caballero Guillermo de Nogaret!... ¡Rey Felipe!... ¡Antes de un año y os emplazo para que comparezcáis ante Dios, para recibir vuestro justo castigo!... ¡Malditos, malditos! ¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje!

Las llamas penetraron en la boca del gran maestre y sofocaron su último grito. Luego, durante en tiempo que pareció interminable, se debatió contra la muerte.

Por fin se dobló en dos. Rompióse la cuerda que lo sujetaba, y Jacobo de Molay se hundió en la fogata, y sólo se vio su mano que permanecía alzada entre las llamas. Y así estuvo aquella mano hasta quedar completamente ennegrecida.
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Narracion Tomada textualmente de la Novela de Maurice Druon Los reyes malditos  - EL REY DE HIERRO-

En el plazo de un año, dicha maldición supúsose que comenzaba a cumplirse, con la muerte de Clemente V († 20 de abril de 1314); de Felipe IV (según Maurice Druon, a causa de un accidente cerebrovascular durante una expedición de caza el 29 de noviembre de 1314) ; y finalmente de Guillermo de Nogaret (envenenado ese mismo año). (http://es.wikipedia.org/wiki/Jacques_de_Molay)
Placa instalada en el lugar de ejecución de Jacques de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple
Jacques DeMolay na fogueira com Guy D'auvergne onde faz sua maldição ao Papa Clemente V, Guilherme de Nogaret e Filipe,o Belo. Extraído do Seriado "Os Reis Malditos".

sábado, 17 de marzo de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 7)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval


La ley de la caridad

                        -Caridad divina y caridad participada

                        -Caridad, amor, affectus


3.7 La Ley de la caridad

             – Caridad divina y caridad participada

             La caridad o voluntad común es en el hombre una participación de la vida misma Dios. Hay una Caridad que es Dios: la perfecta y consustancial Comunión interpersonal, en virtud de la cual las Tres Personas son al mismo tiempo el Summum unice Unum, el Sumo u únicamente Uno. Esta caridad es la Ley interna que lo rige:

La Ley Inmaculada del Señor es la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama Ley del Señor, porque él mismo vive de ella… No es absurdo decir que Dios también vive según una ley, y que esta Ley es la caridad… Ley es, en efecto, y Ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la Unidad, y la enlaza con el vínculo de la paz… Pero ninguno piense que hablo aquí de la caridad como de una cualidad o accidente -lo cual sería decir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma Sustancia divina… Esta es la Ley eterna, que todo lo crea y lo gobierna. Ella hace todo con peso, número y medida. Nada está libre de la Ley, ni siquiera el que es la Ley de todos (Ibid. XII, 35).

             Esta Ley de su propia vida, Dios la inscribió en todas sus obras, porque sólo hay un único amor: el de Dios para sí mismo, del cual, por la gracia, participan sus criaturas:“nadie la posee si no la recibe gratuitamente” (Ibid.). Y en un sermón para la fiesta de Pentecostés añade: Dios lo hizo todo por sí mismo, es decir, por un amor enteramente gratuito (Pent 3,4).

             Por su misma naturaleza, el amor divino es difusivo y se extiende hacia afuera en forma de don: “Dios está dentro de nosotros, de tal modo que afecta al alma… él mismo se difunde en ella y la hace partícipe de sí mismo. Por eso alguien pudo decir sin miedo que se hace un solo espíritu con el nuestro, no una sola persona o sustancia” (Cons 5, V,12). Aunque crea y ama libremente, con todo, de algún modo no puede no amar a su criatura, pues la razón de su amor no reside en la criatura, sino en él. Impulsado por su Bondad, crea libremente la multitud de seres en virtud de su perfección, por sí mismo. Es decir, él es en sí mismo su propio motivo de obrar y no puede tener otra motivación para obrar que él mismo. La criaturas no le aportan nada: Dios es Dios para Dios y no tiene ninguna necesidad que satisfacer o carencia que llenar a costa de su criatura. Por eso ama con absoluta gratuidad y desinterés. En eso consiste el amor puro.

 Dios ama, y la razón de su amor es él mismo, no otro. Por eso precisamente es tan apasionado; porque no tiene otro amor que lo que él mismo es (SCant 59,10).

             Por eso, cuando asocia a las criaturas a su propia Ley intraamorosa, por la que se ama a sí mismo, les asegura una perfecta bienaventuranza: “Cuando Dios ama, no desea otra cosa sino que le amemos; porque no ama para otra cosa sino para ser amado, sabiendo que basta el amor para que sean felices los que se aman” (Scant 83,4). La bienaventuranza de las criaturas coincide con el amor que Dios se tiene a sí mismo.

             Al crearlo todo para sí, Dios inscribió su propia Ley en el corazón del hombre, creado a imagen y semejanza suya: el justo -dice Bernardo citando el salmo 36- lleva en el corazón la Ley de su Dios. La Ley de su Dios está en su espíritu (mens), de modo que también es de su espíritu (SCant 81,V,10). Y lo único que espera Dios es el libre consentimiento de la voluntad humana, sin la cual no hay mérito posible. Con su libre albedrío, el hombre deberá desarrollar esa Ley plenamente amando a Dios sobre todas las cosas, y a las cosas e incluso a sí mismo, en él y por él. Lo que significa que Dios ha de ser la causa final de nuestro amor a nosotros mismos y a las criaturas.

             Esto significa que el amor vuelva a beber de la Fuente eterna que en él se participa, y a regirse por ella:

 La fuente de la vida es la caridad. El alma que no apura de esta fuente no podrá vivir. ¿Cómo se puede sacar agua sin estar al lado de la fuente, que es el amor, que es Dios? Está al lado de Dios quien ama a Dios y en la misma medida que lo ama. En quien no hay bastante amor hay ausencia. No ama bastante a Dios quien se siente cautivo de los instintos. Esta cautividad corporal es una cierta ausencia de Dios. Y la ausencia, un destierro (Pre XX,60).

 Gran cosa es el amor, con tal de que vuelva a su origen y retorne a su principio, si se vacía en su fuente y en ella recupera siempre su copioso caudal (Scant 83,4).

             – Caridad, amor, affectus

             Cuando Bernardo habla del amor humano, lo enmarca en la doctrina estoica de los cuatro afectos básicos del alma: “amor y alegría, temor y tristeza” (Var 50,3). El amor es un affecus, el más elevado de los cuatro, que tiene por objeto a Dios y al prójimo: “a Dios por su bondad, al prójimo por la común naturaleza” (Ibid.). De los cuatro afectos, el amor es el único por el cual el hombre puede responder a Dios (SCant 83,4); y de hecho, toda la doctrina de la imagen divina en el hombre describe el camino de retorno a Dios por la orientación de este affectus principal del alma, que se debe ir volviendo semejante a la Caridad divina, hasta ser, como en el paraíso, caridad participada en el cuarto grado del amor.

             Cuanto el amor es puro y está ordenado, ama lo que debe amar conforme a su naturaleza, y se llama caridad. Su purificación se realiza así: “cuando amamos lo que debe ser amado, cuando amamos más lo que merece más amor, y cuando no amamos lo que no debe ser amado. Entonces está purificado el amor” (Ibid.). El mismo proceso siguen los otros tres affectus.

             Este afecto natural, por tanto, sólo es auténtico y él mismo, si está integrado en la Ley de la caridad que todo lo lleva a Dios. Entonces se llama affectus spiritualis, y es el reino de la libertad. En cambio, cuando sirve a la ley del pecado se llama affectus carnalis, y es el reino de la necesidad y la materia. “Sólo la caridad convierte a las almas y las hace libres” (AmD XII,34)

            Existe, pues, una práctica equiparación entre affectus espiritual, caridad y voluntad común, del mismo modo que entre affectus carnalis, cupiditas y voluntas propria. Y es que el amor -podríamos hablar también de libido, eros o deseo- es una fuerza de la naturaleza, cuya calidad está determinada por el objeto hacia el que se inclina. Nacido de Dios, su Fuente, deberá conformarse y adaptarse a esa Ley que lo ama todo en virtud de Dios. Deberá dejar todo objeto carnal que le incite a satisfacer una necesidad y a gozar ávidamente de ella para apegarse a la voluntad de Dios, que es el objeto más adecuado a su naturaleza. Así es como el alma irá recuperando su libertad y su semejanza.

 “tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio… cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado” (AmD X, 28).

             En este estadio, el amor es una fuerza que nos une a todos los seres. A diferencia del temor que nos relaciona con lo superior por lo que tenemos de inferiores, y por tanto pone de relieve la desigualdad, el amor, siempre “que nazca de Dios y él sea su causa” (AmD VIII,25),  tiene el poder de unir, de igualar, nivelar, hacer semejanza. Bernardo lo define así: “El amor es un affectus que nos une con el superior, con el inferior y con el igual” (Ibid.).

             Desgraciadamente, el hombre se halla en situación de dualidad, pues en la región de la desemejanza la ley de la voluntad propia, curvada a lo terreno y caída en el amor viciado, se superpone dramáticamente a la ley de la caridad. El hombre sigue haciendo actos voluntarios, y por tanto libres, pero ¡con qué complacencia, con qué codicia y en qué dirección! Así se experimenta a un tiempo libre y esclavo:

 Ay de mí, desgraciado, ¿quién me librará de la calumnia de esta vergonzosa esclavitud? Soy un desgraciado, pero libre; libre como hombre, desgraciado como siervo. Libre porque soy semejante a Dios, desgraciado como contrario a Dios… Yo soy el que me he enfrentado conmigo mismo, y encuentro en mí algo que está en tensión contra mi espíritu y contra tu Ley… Mi voluntad es una ley inserta en mis miembros que se revuelve contra la ley divina. Y como la ley del Señor es la ley de mi espíritu… por eso mi propia voluntad se vuelve enemiga de mí mismo, que es el colmo de la iniquidad (Scant 81, IV,9-10).

             En este sermón, Bernardo derrocha argumentos para explicar la paradoja de una libertad esclava que es a un tiempo una libre esclavitud, en la medida en que el hombre es esclavo del pecado, pero lo elije con su voluntad, ya que en caso contrario no sería responsable. Con ello pone de relieve la dualidad existente en el alma entre la ley de la carne y la del espíritu, entre la voluntad propia y la caridad. Ahora bien, en la medida en que la voluntad vaya expulsando de su amor lo proprium, la caridad irá realizando la unidad entre Dios y los hombres, “en la comunión de voluntades y el consenso en caridad” (Scant 71, IV,9).

             Por otro lado, los hombres estarán también unidos entre sí cuando, superada la voluntas propria, pasen a la communis voluntas (quae) caritas est (Res 2,8). El affectus que ha echado de sí el egoísmo tiene la virtud de unir a los hombres, borrando todo desnivel, como ya se ha dicho: “el amor es un affectus que nos une con el superior, con el inferior y con el igual” (Var 50,3). Si está integrado en la Ley de la caridad, realiza la fraternidad.

             Finalmente, el amor bien ordenado, unifica al hombre consigo mismo, pues “cuando llega el amor, transforma y cautiva todos los demás afectos” (Scant 83,3). Así todos los movimientos del alma están impregnados de amor, y está enteramente unificada y en ellas brillan las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, sin contradicciones ni divisiones internas.

             De este modo, la lay de caridad realiza su gran obra de unidad. Salida de Dios al crear los seres para que participen de su felicidad, vuelve a él llevando consigo la libertad del hombre, que finalmente consiente a este amor. Así, el fundamento de la unidad de todos y de todo es esta Ley de caridad por la cual Dios se ama a sí mismo por sí mismo, y arrastra en su movimiento el affectus del alma, que de este modo vuelve a su fuente y en ella es divinizado: amar así es estar ya divinizado.


domingo, 11 de marzo de 2012

Aportes de la Doctrina Social Cristiana al Desarrollo Humano



En el siguiente post, Eudoro Terrones, puntualiza los aportes resumidos de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), de acuerdo con las enseñanzas de la Doctrina Social Católica y su propuesta de un modelo alternativo de desarrollo humano.
1. El derecho a la vida no puede desligarse de las cuestiones relativas al desarrollo de los pueblos y resulta injusto todo cuanto contradice las dimensiones personal, familiar y social del ser humano.
2. El amor a Dios y la caridad, iluminada por la razón y la fe, son las principales fuerzas propulsoras para el verdadero desarrollo del hombre y de todos los hombres y que hacen posible el tránsito de “las condiciones menos humanas a condiciones más humanas”.
3. La redistribución de la riqueza, que antes se hacía al final del proceso productivo por parte del Estado, deberá efectuarse ahora durante el proceso productivo, con la ayuda de los sujetos económicos y sociales.
4. Defensa de los valores culturales de todos los pueblos, especialmente de los oprimidos, indefensos y marginados.
5. Hay que sumar y no dividir a los pueblos, siendo constructores de puentes o de vasos comunicantes, anunciadores de verdad y bálsamo para las heridas y los males del hombre.
6. Promoción de una cultura de compartir en todos los niveles, en contraposición de la cultura dominante de acumulación egoísta.
7. Educación para la paz auténtica y cooperación de todos para suscitar los mayores consensos nacionales, la unidad, integración y reconciliación de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Y educar la formación crítica en el uso de los medios de comunicación desde la primera edad.
8. Las instituciones católicas deberán estimular la creación de puntos de red y salas digitales para promover la inclusión, desarrollando nuevas iniciativas y aprovechando aquellas que ya existen.
9. Suscitar leyes para promover una nueva cultura que proteja a los niños, jóvenes y a las personas más vulnerables, para que la comunicación no conculque los valores.
10. Luchar frontalmente contra los vicios y debilidades humanas, contra el consumo y venta de la droga en tres dimensiones: prevención, acompañamiento y sostén de las políticas gubernamentales para reprimir esta pandemia.
11. La Iglesia se compromete en la solidaridad especialmente con los pobres y en lucha frontal y sostenida contra la pobreza y la miseria, los grandes monopolios y oligopolios, contra el lucro empresarial e industrial y las estructuras injustas imperantes en la sociedad de hoy y del futuro.
12. Se hace necesario e imprescindible efectuar una reforma a las Naciones Unidas en virtud del principio de la injerencia humanitaria para dar voz eficaz en las decisiones comunes a los países de menor desarrollo relativo y a los más pobres.
13. La DSI propone el replanteamiento del desarrollo humano, pero partiendo de una ética superior, porque no es posible llenar de ética a un sistema que la considera una amenaza para las grandes ganancias y la especulación.
14. El mercado y la política necesitan “personas abiertas al Don recíproco”, líderes capaces y transparentes en su conducta pública y privada, capaces de comprender que junto a los bienes de justicia están los bienes de gratuidad que ayudarán a las personas a realizar la alegría de vivir.
15. Son principios claves de la DSC: la centralidad de la persona humana, la vida, la dignidad, los derechos humanos, la solidaridad, la subsidiaridad, la opción preferencial por los que más necesitan, el bien común, la paz, la libertad, la justicia, la fraternidad y la gratuidad en la gestión económica.
16. El desarrollo de los pueblos depende, sobretodo, de que se reconozcan como parte de una sola familia. Asimismo la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana que se construye sobre la base de la solidaridad y los valores fundamentales de la verdad, la paz, la libertad y la justicia.
17. La DSC expresa que se puede emprender y hacer empresa persiguiendo fines de utilidad social y actuando por motivaciones de tipo pro-social.
18. El desarrollo sustentable, equitativo y respetuoso de la creación sólo es posible con hombres rectos, con operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Y para esto se necesita de preparación profesional y de coherencia moral.
19. La DSC acepta como buenos los principios de la propiedad privada, la libertad de empresa y economía social de mercado y la organización de la economía para el beneficio de todos y no de unos pocos. Reconoce la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores manuales e intelectuales para conseguir el pleno respeto de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa y de la sociedad.
20. Las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), cumplen un rol social como escuelas que despiertan y fomentan la fe, el amor a los semejantes y a Dios, difunden el evangelio y ayudan a formar cristianos comprometidos con su fe, y a formar discípulos y misioneros del Señor al servicio de los más necesitados.
Aportes de la Doctrina Social Cristiana al Desarrollo Humano Integral
Fuente: http://eudoroterrones.blogspot.com/

viernes, 9 de marzo de 2012

¿Quién es Domingo Savio?

¿Quién es Domingo Savio?
Escrito por Sergio Codera, SDB
 
Domingo Savio es un santo muy especial, que si aún no lo conoces, te podemos asegurar que te va a fascinar. Para empezar, debes saber que Domingo es el santo más joven de la Iglesia Católica (no mártir), alumno del fundador de los Salesianos, San Juan Bosco. Es sin duda, un modelo para todos los niños, adolescentes y jóvenes. Un modelo para ti.

Un detalle interesante… ¿Sabes qué significa Domingo? Pues algo precioso: "el que está consagrado al Señor".
 Interesante…

Ahora que te veo con ganas de imitarlo, lo mejor que podemos hacer es ir a sus orígenes... Comenzamos desde el principio.
Hace ya unos pocos de años…nació el pequeño Domingo en Riva del Piamonte, Italia, concretamente, en 1842. Su Padre se llamaba Carlos y era campesino. Desde niño ya dijo que quería ser sacerdote. Cuando Don Bosco empezó a preparar a algunos jóvenes para el sacerdocio, con la ilusión de que le ayudaran en su trabajo en favor de los niños abandonados de Turín, el párroco de Domingo le presentó a Domingo. Don Bosco, en el primer encuentro que tuvieron los dos, se sintió muy impresionado. En pocos segundos se dio cuenta de que era un chico que tenía un don especial, era muy alegre y se notaba especialmente unido al Señor. Con tan solo 12 años, y con el consentimiento de sus padres, decidió quedarse en el oratorio con Don Bosco, en octubre de 1854.


Domingo, todo un líder

Uno de los recuerdos imborrables que dejó Domingo en el Oratorio fue el grupo que él organizó. Se llamaba la Compañía de la Inmaculada. Sin contar todo lo que rezaban, el grupo ayudó a Don Bosco todo lo que necesitaba, hasta en el cuidado de los niños más difíciles. En 1859, cuando Don Bosco decidió fundar la Congregación de los Salesianos, organizó una reunión; entre los veintidós presentes estaban todos los que empezaron en la Compañía de la Inmaculada, excepto Domingo Savio, que ya estaba con el Señor en el cielo desde dos años antes.
Poco después de su llegada al Oratorio, Domingo fue capaz de impedir que dos chicos se peleasen a pedradas. Presentándoles su pequeño crucifijo, sin importarles lo que comentaran los demás, les dijo: "Antes de empezar, mirad a Cristo y decid: ‘Jesucristo, que era inocente, murió perdonando a sus verdugos; yo soy un pecador y voy a ofender a Cristo tratando de vengarme deliberadamente’. Después podéis empezar arrojando vuestra primera piedra contra mí". Los dos chicos, más grandes que él, quedaron avergonzados de lo que estaban haciendo, y obedecieron admirados a Domingo.
Su fama fue creciendo, supo hacerse querer y respetar por sus compañeros. Y todo, por su gran personalidad, fuerte unión con el Señor, y coherencia de vida. Todo esto acompañado de una capacidad extraordinaria de hacerse amigos de todos, y de organizar lo que hiciera falta con tal de hacer el bien, ayudar a Don Bosco, y servir al Señor.

Domingo Savio junto a San Juan Bosco


Domingo dejaba encantados a sus compañeros, les contaba historias que todos escuchaban. Don Bosco alentaba su alegría, su estricto cumplimiento del deber de cada día y ese largo etcétera de virtudes admirables.
Muy humildemente, Domingo solía decir desde el corazón: "Quizás no pueda hacer grandes cosas, pero seguro que puedo hacer las más pequeñas para la mayor gloria de Dios".
Tanto quería ser santo, que este deseo, hizo que al principio Domingo tomase caminos equivocados para ello. Así, Don Bosco le prohibió que hiciese cosas raras como meterse piedras en los zapatos, o garbanzos debajo de las sábanas de dormir, diciéndole: "La penitencia que Dios quiere es la obediencia”. Cada día se presentan mil oportunidades de sacrificarse alegremente: el calor, el frío, la enfermedad, el mal carácter de los otros. La vida de escuela constituye una mortificación suficiente para ti".
Una noche fría de invierno Don Bosco encontró a Domingo temblando de frío en la cama, sin más abrigo que una sábana. "¿Te has vuelto loco? - le preguntó- Vas a coger una pulmonía." Domingo respondió: "No lo creo. Nuestro Señor no cogió ninguna pulmonía en el establo de Belén."

En cierta ocasión, Domingo desapareció durante toda la mañana hasta después de la comida. Don Bosco lo encontró en la iglesia, como si estuviera en otra dimensión, en profunda oración, con una postura muy poco confortable; aunque había pasado seis horas en aquel sitio, Domingo creía que aún no había terminado la primera misa de la mañana. Domingo llamaba a esas horas de oración intensa "mis distracciones": "Siento como si el cielo se abriera sobre mi cabeza. Tengo que hacer o decir algo que haga reír a los otros."

San Juan Bosco relata que las necesidades de Inglaterra ocupaban un lugar muy especial en las oraciones de Domingo y cuenta que en "una violenta distracción", Domingo vio sobre una llanura cubierta de niebla a una multitud que avanzaba a tientas; entonces se acercó un hombre cubierto con una capa pontificia y llevando en la mano una antorcha que iluminó toda la llanura, en tanto que una voz decía: "Esta antorcha es la fe católica, que iluminará a Inglaterra." A instancias de Domingo, Don Bosco relató el incidente al Papa Pío IX, quien declaró que eso le confirmaba en su resolución de prestar especial atención a Inglaterra.

La muerte de Domingo

La delicada salud de Domingo empezó a debilitarse y en 1857, Don Bosco lo envió a Mondonio, con sus padres, para cambiar de aire. Los médicos diagnosticaron que padecía de una inflamación en los pulmones, lo que nosotros llamamos; una pulmonía. Y decidieron sangrarlo, según se acostumbraba en aquella época. El tratamiento no hizo más que precipitar el desenlace. Domingo recibió los últimos sacramentos y, al anochecer del 9 de marzo, rogó a su padre que recitara las oraciones por los agonizantes. Ya hacia el fin, trató de incorporarse y murmuró: "Adiós, papá ... El padre me dijo una cosa ... pero no puedo recordarla . . ." De repente su rostro se transfiguró con una sonrisa de gozo, y exclamó: "¡Estoy viendo cosas maravillosas!" Esas fueron sus últimas palabras.

La causa de beatificación de Domingo se introdujo en 1914. Al principio despertó cierta oposición, por razón de la corta edad del santo. Pero el Papa Pío X consideró, por el contrario, que eso constituía un argumento en su favor y su punto de vista se impuso. Sin embargo, la beatificación no se llevó a cabo sino hasta 1950, dieciséis años después de la de Don Bosco.

Tomado de: http://www.quierosersanto.com/qss/index.php?option=com_content&view=article&id=60&Itemid=219

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 6)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 6)
Voluntad propia y voluntad común
El trabajo de la conversión, que es, como hemos visto, un camino ascensional, una escala hacia la libertad, hacia la verdad y hacia el amor, tiene como fin la unión del alma con Dios: la unidad de espíritu con él mediante la unión de voluntades, a través de lo que Bernardo llama voluntas communis, voluntad común, es decir, caridad. Fuera del paraíso, en la región de la desemejanza y la deformidad, lo que existe es la voluntas propria, egoísta, codiciosa , curvada, centrada en sí misma, que nació cuando Adán dejó libremente de querer lo que Dios quería, y así diferenció su voluntad de la divina. La región de la desemejanza es la región del proprium, del amor propio y su compañero el propio consejo (proprium consilium), nacido de una autosuficiencia altanera, y propio de los no aceptan más juicio que el suyo y lo impone a los demás como si él sólo tuviera el Espíritu de Dios. Es decir, está en la línea de un juicio obstinado:
En el corazón existe una doble lepra: la voluntad propia y el propio consejo. Ambas con pésimas, y además muy perniciosas porque son internas (Res 3,3).
Y a continuación da esta definición:
Llamo voluntad propia a la que no es común con Dios y con los hombres, sino únicamente nuestra; cuando lo que queremos no lo hacemos por el honor de Dios ni por la utilidad de nuestros hermanos, sino para nosotros mismos, sin pretender agradar a Dios y aprovechar a los hermanos, sino satisfacer las propias pasiones del alma. Cosa diametralmente opuesta es la caridad, que es Dios (Res 3,3).
Bernardo ve en ella la fuente de todo mal, pues vicia todo el comportamiento ético del hombre. Al ser lo opuesto a la caridad, es lo opuesto a Dios, al volverse independiente y autónoma de él. Y como está movida por la cupiditas, su avidez y ambición no conoce límite, como hemos visto al tratar de la insaciabilidad, de modo que “al que se deja llevar de la voluntad propia no le basta el mundo entero” (Ibid.). Por eso es semejante al diablo y hasta se hace una con él (Sal 90, 11,5). De ahí que escriba:
Lo único que Dios odia y castiga es la voluntad propia. Cese la voluntad propia y no habrá infierno para nadie (Res 3,3).
La voluntad propia hace relación directa a términos como cupiditas, proprium, proprietas, singularitas, angulus: codicia, propio, apropiación, singularidad, indivudualismo o automarginación:
Donde hay amor propio, allí hay individualismo (singularitas). Donde hay individualismo hay rincones. Y donde hay rincones, hay basura e inmundicia (AmD XII, 34).
Y para evitar confusiones, Bernardo aclara que voluntad propia no es sinónimo de voluntad sin más, ni de libre albedrío, sino que éste se somete a ella. Por tanto, se trata de una corrupción del uso de la voluntad, que va tras sus deseos y concupiscencias. Ahora bien, si esa voluntad se convierte y se deja purificar podrá llegar hasta la pureza de corazón, como hemos visto en el tratado Sobre la conversión, y entonces volverá a ser voluntad común (Res 3,3), caridad partícipe de Dios, porque Dios es Caridad. Y porque cuando cesa lo propio, aparece lo participado: “cuando el hombre no tiene nada propio, todo lo que tiene es de Dios” (AmD XII, 35).
En el tratado Sobre el amor de Dios define la caridad en estos términos:
La caridad auténtica y verdadera, la que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera, es aquella por la que amamos el bien del prójimo como el nuestro propio. Porque quien sólo ama lo suyo, o lo ama más que a los demás, es evidente que no ama el bien por el bien, sino por su propio provecho… En cambio, la caridad convierte las almas y las hace también libres (AmD XII,34).

lunes, 5 de marzo de 2012

Los Templarios en America

Los Caballeros Templarios fue una de las más famosas órdenes militares cristianas, fundada en Francia a principios del siglo 12. Escuchar su nombre nos llena de imágenes sobre las Cruzadas, castillos medievales, y por supuesto... El Santo Grial. Pero, ¿sabías que existe una teoría que habla de que El Santo Grial se encontraría en América y que había sido traído por los Templarios antes de la llegada de Colón? Sabías que los nazis conocían esta historia y que incluso, buscaron esta codiciada reliquia en Latinoamérica? Desde México hasta la Patagonia, vamos tras la pista de los Templarios y su legendario tesoro.

sábado, 3 de marzo de 2012

Más de 300 millones de cristianos son perseguidos por su fe en el mundo

Más de 300 millones de cristianos son perseguidos por su fe en el mundo
Miércoles 05 de Octubre del 2011

MADRID, España (La Gaceta) La condena a muerte en Irán del pastor Youcef Nadarkhani por haberse convertido al Cristianismo ha vuelto a recordar al mundo la discriminación que padecen los cristianos en muchas partes del planeta. La Unión Europea y EEUU han alzado la voz para evitar que se ejecute la sentencia. Nadarkhani, que según la ley iraní es originariamente musulmán, al ser hijo de musulmanes, se convirtió al Cristianismo a los 19 años y actualmente es pastor de un grupo evangélico, fue detenido en octubre del 2009 y procesado por apostasía, lo que en Irán conlleva la pena de muerte. El miércoles volvió a negarse a renunciar a su fe y espera en una celda su castigo.

CRISTIANOS PERSEGUIDOS

El radicalismo de las autoridades iraníes es una muestra más de las duras condiciones que tienen que soportar millones de personas a consecuencia de su credo.

La libertad religiosa no es respetada en más de 100 países y el Cristianismo es la fe más perseguida. En muchos lugares de Oriente Medio, Asia y África los cristianos son víctimas de la violencia sectaria y puede llegar a costarles la vida mantenerse firmes en sus creencias. De los 2.600 millones de cristianos (evangélicos o protestantes, católicos romanos, ortodoxos orientales) que hay en el mundo, más de 350 son acosados. En muchos casos las hostilidades provienen de ciudadanos que demuestran su animadversión por el Cristianismo cometiendo actos vandálicos, pero el mayor peligro radica en los Estados que castigan las creencias de sus ciudadanos. “Estamos viendo un aumento de la intolerancia por motivos religiosos y, lamentablemente, observamos que los cristianos son el grupo religioso que más sufre persecuciones a causa de su fe”, asegura el secretario de Relaciones Internacionales de El Vaticano, el cardenal Dominique Mamberti. “El peso específico de una sola religión en un país no debe implicar que los ciudadanos pertenecientes a otras confesiones sean objeto de discriminación o que la violencia en su contra se tolere”, pidió el cardenal.

IRÁN: LA GRAN CRUZADA DE LOS INTEGRISTAS

La opresión del régimen iraní contra los cristianos es cada día mayor. Esta semana ha salido a la luz el caso de un pastor evangélico condenado a muerte por haberse convertido a la religión cristiana. Tan sólo un 0,5% de los 77 millones de iraníes son cristianos, pero el Gobierno islamista está haciendo todo lo posible para que no crezca la cifra y reducirla si es posible.

NIGERIA: VÍCTIMAS DE UN CONFLICTO SANGRIENTO

Cristianos y musulmanes llevan cuatro décadas luchando en Nigeria, la nación más poblada de África. El principal motivo de fricción son los continuos intentos de los grupos islamistas para que el Gobierno instaure la ‘sharia’ –la ley islámica– en el país. Estos enfrentamientos han provocado la muerte de más de 10.000 personas en la última década.
Tomado de:http://diarioberea.blogspot.com/2011/10/mas-de-300-millones-de-cristianos-son.html
 

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 5) – El tratado Sobre la conversión

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 5) – El tratado Sobre la conversión

3.5. El tratado Sobre la conversión
Es uno de los más famosos y largos de san Bernardo, escrito entre 1130 y 1140. Parece que en su forma original fue pronunciado a los profesores y estudiantes de Saint-Denis de París, a partir de un sermón más breve para Todos los santos. Luego sufrió una larga transformación hasta la redacción definitiva en forma de tratado, pulido y ampliado por el propio Bernardo.
La conversión es el resultado de una escucha de la Palabra de Dios que habla en el interior de la conciencia, y a cuya luz la razón indaga en la “memoria”, lee en “el libro de la conciencia” buscando en ella todo lo que no es conforme a Dios: las pasiones del alma, nuestra mentira y nuestro “vestido sucio”. Mientras el curioso no se ocupa de su estado interior, el que entra en sí mismo y guarda su corazón, escucha la voz de la conciencia:
Abrid el oído de vuestro corazón a esta voz interior y escuchad atentos a Dios, que habla en la intimidad, no a mí, que os hablo desde fuera. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica, sacude el desierto, quiebra los secretos y hace saltar a las almas embotadas (n.2).
No hay que esforzarse para recibirla: ella misma se insinúa, actúa, convive con nosotros y grita que volvamos al corazón, a enfrentarnos con nosotros mismos. Además de ser llamada, es luz que nos ilumina para que nos conozcamos a nosotros mismos (n.3). La razón -la consideración o meditación- guiada por la Palabra de Dios puede descubrir, como en un libro, todas las pasiones del alma: “aplica el oído a tu interior, orienta los ojos del corazón y sabrás por experiencia lo que allí se encuentra” (n.4), la túnica sucia, la contaminación interior del alma.
Bernardo acentúa el estado enfermo y lamentable del pecador: el odio a sí mismo, la soberbia, la envidia, la gula, la sexualidad, la ambición, el aturdimiento, la insensibilidad espiritual, la dispersión, el olvido de sí y la enajenación espiritual: “No es extraño que el alma no sienta estas heridas. Se ha olvidado de sí misma. Y ausentándose de su interior, ha salido hacia un país lejano” (n.5), a la tierra de la desemejanza.
Por tanto, como ya se ha dicho, el primer combate es el movimiento opuesto a la curiosidad: la entrada en sí mismo en conflicto con la representación sensible de la realidad, el mundo de los sentidos que nos arrastra al exterior. Hay que tener en cuenta que para Bernardo, el retorno a sí mismo trascendiendo los sentidos, no es cuestión de simple unificación psicológica: es cuestión de salvación, de trascender lo superfluo para descubrir lo esencial y verdadero, volver a la Verdad Dios volviendo a la verdad de uno mismo, ya que no regresar a sí mismo es no regresar a Dios. Por eso escribe: “Quien antes de la muerte natural no regrese a sí mismo, deberá quedarse en sí mismo para siempre” (n. 6), es decir, fuera de Dios para siempre. La conversión no es sólo una psicología de vaciamiento sensitivo, pero sin sentido; es una vuelta al Espíritu y a la verdad de la imagen de Dios.
En la vuelta al corazón por la escucha de la Palabra está la salvación, y ahí nos lleva el Señor con todo cariño, a través incluso de la compunción y remordimiento, llamado “gusano de la conciencia”:
Volvamos ya a la luz de la que partimos. Hemos de retornar al corazón. Ahí se nos muestra el camino de la salvación; ahí, con gran cariño, hace volver el Señor a los transgresores (n. 7).
El remordimiento tiene una función positiva, en el sentido de que es un signo de que la persona no ha perdido aún la sensibilidad a la voz de la conciencia, que es la voz de la Palabra que le llama a volver: “es muy bueno escuchar este gusano cuando todavía se le puede extinguir… Sigue resonando en su interior la misteriosa voz: volveos hacia el corazón, prevaricadores” (n.7). Así es como el hombre “animal”, o carnal, traba un duro combate contra las ventanas del alma -los sentidos- y las pasiones, que se rebelan y no quieren someterse a disciplina, acostumbrados como están a funcionar sin control de la voluntad. Y aquí Bernardo hace descripciones muy gráficas (n. 8, 9 y 10), comparando el alma a una casa desordenada en la que la voz de la conciencia quiere poner orden encontrando todo tipo de resistencias, querellándose los sentidos, y aun la misma voluntad debilitada, comparada a una vieja sensual y llena de corrupción.
Esto significa que la conversión está llena de dificultades (n.11); pero el alma ha de escuchar la voz de Dios que promete el Reino de los cielos a los que se ven pobres al tomar conciencia de su miseria, y aplicarse a reinar sobre los sentidos, ya que Cristo dice que los mansos heredan la tierra: la parte inferior del alma, llamada simbólicamente Eva (n.12), y verán restaurarse en ellos la imagen de Dios, la forma paradisíaca del alma. Por tanto, en el trasfondo de esta primera etapa de conversión Bernardo sitúa la bienaventuranza de los pobres y la de los mansos. Los números 13 y 14 tratan sobre el dominio de la gula y del apetito sexual, así como de las diversiones mundanas, en las que reina la curiosidad y el amor insaciable por las riquezas, todo lo cual produce la ceguera del corazón, el odio, la suspicacia, la envidia, la ansiedad, etc.
Y después de una larga digresión sobre la muerte, que acaba con todo lo sensitivo, y el juicio de Dios, que san Bernardo escribe para fomentar el temor de Dios, e incluso el miedo al infierno, y estimular el combate espiritual, sigue tratando de este combate, en el que la voluntad se va enderezando poco a poco, y el alma a recibir cada vez más luz, pasando de hombre animal a hombre racional (n.22-25). El discernimiento interior realizado por la razón a la luz de la Palabra que resuena en la conciencia, la voluntad va siendo educada. Es la vía purificativa, la de las lágrimas, sobre la base de la bienaventuranza de Jesús sobre los que lloran:
Mientras tanto, llore, solloce en su propio dolor. Arroyos de lágrimas salten de sus ojos, no tenga reposo sus párpados. Agudícese su mirada y aspire a la claridad de la luz purísima (n.23).
A medida que el alma madura, tiene también más luz. El número 25 describe simbólicamente la naturaleza ya restaurada, la forma paradisíaca del alma tras la conversión: la casa destartalada del alma se convierte finalmente en “buena conciencia”, en un jardín ordenado junto al árbol de la Vida, y fecundado en su centro por el Espíritu Santo, que vivifica las cuatro virtudes cardinales y se hace experimentar en los sentidos del hombre interior. Los sentidos del espíritu son como el contrapunto de los sentidos del cuerpo, del hombre exterior: hay una vista, un oído, un olfato y un gusto del espíritu. Bernardo no menciona aquí el tacto, pero también está. Esta sabiduría espiritual no la adquiere la ciencia de la razón, sino la conciencia, no la erudición sino la unción del Espíritu Santo:
No se te ocurra pensar que aquí me refiero a un paraíso material. Este paraíso delicioso es interior… Es un jardín cerrado; dentro hay una fuente sellada que se divide en cuatro brazos: así, del único canal de la Sabiduría fluyen cuatro virtudes… Y allí, en medio del árbol de la vida, ese manzano del Cantar… Ahí la belleza de la continencia y la contemplación de la verdad pura, ilumina la mirada del corazón. La voz dulcísima del Consolador interior infunde también al oído solaz y alegría. Ahí, con un olfato de esperanza, se recibe el aroma embriagador de un campo fértil que bendijo el Señor. Ahí se paladean ávidamente las incomparables delicias del amor, y segadas las zarzas y abrojos que antes tanto punzaban, el alma se siente anegada en la unción de la misericordia. Descansa felizmente en la buena conciencia..
No pienses que son mis palabras las que te van a descubrir esta realidad. Sólo el Espíritu lo revela. En vano consultarás libros, busca más bien la experiencia. Es una Sabiduría cuyo valor desconoce el hombre. Surge de lo profundo. En toda la superficie de la tierra mortal no se encuentra tanta suavidad. Porque es la dulzura (suavitas) del mismo Señor. Si no la gustas, no la verás. Gustad y ved qué suave es el Señor. Es el maná escondido, el nombre nuevo que conoce sólo el que lo recibe. No lo enseña la erudición, sino la Unción, no lo comprende la ciencia, sino la conciencia (n.25).
La ciencia se trasciende así en sabiduría del Espíritu: es el esquema común de la mística cisterciense frente al racionalismo teológico naciente representado por la preescolástica: los profesores y clérigos de París para los que Bernardo pronuncia el discurso.
Frente a la saciedad total del paraíso ya restaurado de la “buena conciencia” (n.25), a los que Bernardo aplica la bienaventuranza de Jesús: Dichosos los que tienen hambre y sed, porque ellos quedarán saciados, los que todavía son dominados por la concupiscencia experimentan la insaciabilidad del corazón, como ya hemos visto. Un corazón que sólo en Dios sacia su hambre y su sed infinitas. El hombre es un ser insaciable, dice Bernardo como los demás cistercienses: tiene hambre y sed de felicidad. ¿Cómo saciarla? ¿Con bienes materiales, con los placeres de los sentidos, con la ambición del mundo? Eso lo único que hace es multiplicar la sed y revelar la insaciabilidad del deseo: es comer algarrobas. Los que tienen hambre serán saciados, como dice Jesús, pero de la Sabiduría del Espíritu, no de criatura. Y citando también la bienaventuranza sobre los que tienen hambre y sed de justicia, dice que los que tienen hambre de justicia se saciarán. Por justicia hay que entender la integridad y belleza moral del hombre racional, base de la contemplación.
Toca, pues, aquí Bernardo el tema que ya había tocado en su tratado Sobre el Amor de Dios, donde reflexiona sobre la medida que ha de tener nuestro amor a Dios. Cono es lógico, concluye que Dios ha de ser amado por encima de toda media. El Objeto del amor es el Ser Infinito, sin medida ni límite, y por eso no se puede poner una medida o límite a su amor: “la medida de amar a Dios es amarle sin medida” (n.16). Y es que nuestro amor a Dios no es algo que se ofrece, sino una deuda a la que se responde:
“Nos ama la Inmensidad, la Eternidad y el Amor que supera toda comprensión. Ama Dios, cuya grandeza es infinita, ¿y nosotros le responderemos con medida?”.
En este punto es donde se sitúa la reflexión ya vista sobre el círculo del deseo, que básicamente presenta este esquema:
1- El deseo de lo mejor arrastra al alma a una búsqueda infinita porque, tengamos lo que tengamos, siempre desearemos lo que nos falte.
2- Nadie puede tenerlo todo ni realizar todos sus deseos. No hay tiempo ni posibilidad. Lo poco que tenemos, lo alcanzamos con dificultad y lo conservamos con trabajo.
3 -Si uno pudiera poseer todas las cosas del cielo y de la tierra, y sólo le faltase poseer al mismo autor del cielo y de la tierra, su impulso a lo mejor le movería a dejar todo lo adquirido y lanzarse al Creador de todos los bienes. Pero esto es imposible, y el que ensaya este camino entra en la carrera infinita de la avidez o cupiditas.
4- En vez de enredarse en ese movimiento infinito, es mejor enfocar a Dios la sed del corazón, empezar a desearle sobre todas las cosas, tener hambre y sed de la justicia para conocer la bienaventuranza de los que serán saciados por la Sabiduría del Espíritu.
Una vez convertida la voluntad y transformada en sabiduría o caridad ungida por el Espíritu, Bernardo se detiene en la purificación de la memoria, para borrar el mal de la vida pasada: no tanto por el olvido cuando por el perdón y la misericordia que Dios nos ha hecho en Cristo (n.28):
No temas tu condenación, elimina el temor y la confusión. El perdón total lo elimina todo. Los pecados ya no serán obstáculos de nuestra salvación, servirán para nuestro bien y estaremos piadosamente agradecidos al que nos ha perdonado.
Pero el que pide misericordia ha de ejercer misericordia (n.29), como ya hemos visto en los grados de la verdad. San Bernardo sitúa aquí la bienaventuranza sobre los misericordiosos: el que se acoge a la misericordia de Dios, ha de ser misericordioso, tanto consigo mismo como con los demás, perdonarse a sí mismo y ejercer el perdón con los otros, y así establecer la paz con nosotros mismos y con los demás.
Purificada la memoria, si escucha la bienaventuranza sobre los limpios de corazón que ven a Dios (n.30). La visión de Dios es la vida eterna, el conocimiento de Dios y de Cristo, que confirma al alma en plenitud, y que requiere limpiar la mirada de la mente de las motas de polvo que la embotan y oscurecen, o sea los restos de las pasiones del alma que queden, ya que la vida es una continua purificación.
Desde aquí pasa a la siguiente bienaventuranza, sobre los pacíficos que serán llamados hijos de Dios, y hace un análisis de la personalidad pacífica en un triple nivel de madurez de esta virtud: el pacífico-apacible (pacatus), que devuelve bien por bien; el pacífico-paciente (patiens), que soporta el mal, el pacífico-pacífico (pacificus), que devuelve bien por mal. Por eso, llegar a la pacificación es todo un programa de vida.
Después de esto, el tratado termina con largo excursus sobre la corrupción de la jerarquía eclesiástica (n.32-39a) de su tiempo, que, en vez tener un corazón puro, está entregada a todas las pasiones y ambiciones del corazón, a la búsqueda de influencia y poder, a la mentira y deslealtad. La Iglesia está llena de falsos mediadores y negociadores con lo divino. Resultan todavía impactantes y actuales estos textos fuertes y valientes de Bernardo en los que sale a relucir, una vez más, su vena profética. A todos los corruptos les exhorta a la conversión, lo cual en la mentalidad de Bernardo es una invitación a abrazar la vida monástica, y más concretamente la vida cisterciense de Claraval:
Huid de Babilonia, echad a correr y salvaos. Salid a toda prisa hacia las ciudades de refugio, donde podréis hacer penitencia de vuestros extravíos pasados, alcanzad misericordia y esperad con toda confianza la gloria futura (n.37).
Babilonia simboliza aquí la ciudad secular, personificada en París donde pronuncia el discurso. Las ciudades de refugio simbolizan los monasterios, en tanto que lugares de conversión. En último término, a esto es a lo que exhorta Bernardo a los profesores y estudiantes de París.
El último número del excursus tiene como base la bienaventuranza sobre los perseguidos por causa de la justicia (39b-40), y se refiere a los pastores buenos. Estos, a diferencia de los fariseos, los asalariados, los bandidos y los lobos del rebaño, son los que no se niegan a dar su vida por sus ovejas, sin temer al lobo ni a los ladrones. Con esto termina el tratado.