Después de leer las palabras de despedida del Papa al Clero de Roma, escribí de mi puño y letra: “Última lección magistral del teólogo-catequista, Papa Ratzinger”. Tengo que rectificar.
Porque lo de “última lección magistral” de este sabio y santo Papa que Dios nos ha dado en la persona de Benedicto XVI, más que al discurso sobre el Vaticano II a los sacerdotes de su diócesis, corresponde a la última audiencia concedida a toda la Iglesia, representada en la muchedumbre que abarrotó la Plaza de san Pedro el pasado miércoles. ¡Cuánta sabiduría, sinceridad y verdad! Habría que transcribir todas sus palabras. No es posible. Gustemos, al menos, la dulzura exquisita de algunas.
Para mí, lo más importante fue esta reflexión. “Siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino suya y no la deja hundirse. Es él quien la conduce, por supuesto a través de hombres que ha elegido. Esta es una certeza que nada puede ofuscar”. Algunos se empeñan en ver a la Iglesia como un tinglado humano, como una institución que se rige según las reglas de juego de los partidos políticos o como un club de lobbys enfrentados. Lo lógico es que no sólo no entiendan nada, sino que lo que entienden, lo entiendan al revés. Les sucede como al que no conoce el alfabeto Morse y sólo ve puntos y rayas donde hay mensajes urgentes de gozo o de dolor. La clave de comprensión la ha dado el Papa: “La Iglesia no es mía (del Papa), no es nuestra” sino de Jesucristo.
El que tiene esa clave, al contemplar la vida de la Iglesia se encontrará con lo que Benedicto XVI ha señalado, haciendo balance de su Pontificado: luces y sombras, calma y tormenta, pero siempre paz. “El Señor me ha dado muchos días de sol y ligera brisa, días en los que la pesca fue abundante. Pero también momentos en los que las aguas estuvieron muy agitadas y el viento contrario, como en toda la historia de la Iglesia y el Señor parecía dormir”. Sin embargo, nunca perdió la paz ni se sintió solo sino acompañado siempre por el Señor: “Como san Pedro con los demás apóstoles en la barca en el lago de Galilea”.
Otra reflexión-confesión importante ha quedado reflejada en lo que ha dicho sobre las cartas que ha recibido las últimas semanas: “Me han escrito como hermanos y hermanas, como hijos e hijas, con el sentido de una relación familiar muy afectuosa; en esas cartas y mensajes de personas sencillas se puede tocar lo que es la Iglesia: no una organización, no una asociación para fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo Místico”. Es un modo bellísimo de decir que la Iglesia es una familia y que él lo ha experimentado de modo especial estos días.
Una última confidencia, hecha con la conciencia de que hablaba con “hermanos y hermanas, con hijos e hijas”. “He dado este paso –el de la renuncia- consciente de su gravedad y novedad”, porque un padre de familia tiene que tomar por amor decisiones importantes, y “amar a la Iglesia significa también tomar decisiones difíciles”. Pero la renuncia no es abandono ni búsqueda de comodidad: “No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, etc. No abandono la cruz sino que permanezco de un modo nuevo junto al Señor Crucificado”.
En estos días que faltan hasta la elección del nuevo Papa, debemos escuchar como buenos hijos e hijas de Benedicto XVI su última petición: rezar por él, “por los Cardenales que lo habrán de elegir” y “por el nuevo Sucesor de san Pedro”. Estamos, por tanto, en un tiempo fuerte de oración y súplica, no de comentarios frívolos y superficiales. Hagamos, junto con María, un nuevo Pentecostés, para que los cardenales electores sean dóciles a la inspiración del Espíritu Santo y así tengamos el Papa que la Iglesia y el mundo necesitan.
+Francisco Gil Hellín,
arzobispo de Burgos.