Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval
La ley de la caridad
-Caridad divina y caridad participada
-Caridad, amor, affectus
3.7 La Ley de la caridad
– Caridad divina y caridad participada
La caridad o voluntad común es en el hombre una participación de la vida misma Dios. Hay una Caridad que es Dios: la perfecta y consustancial Comunión interpersonal, en virtud de la cual las Tres Personas son al mismo tiempo el Summum unice Unum, el Sumo u únicamente Uno. Esta caridad es la Ley interna que lo rige:
La Ley Inmaculada del Señor es la caridad, que no busca su propio provecho, sino el de los demás. Se llama Ley del Señor, porque él mismo vive de ella… No es absurdo decir que Dios también vive según una ley, y que esta Ley es la caridad… Ley es, en efecto, y Ley del Señor la caridad, porque mantiene a la Trinidad en la Unidad, y la enlaza con el vínculo de la paz… Pero ninguno piense que hablo aquí de la caridad como de una cualidad o accidente -lo cual sería decir que en Dios hay algo que no es Dios-, sino de la misma Sustancia divina… Esta es la Ley eterna, que todo lo crea y lo gobierna. Ella hace todo con peso, número y medida. Nada está libre de la Ley, ni siquiera el que es la Ley de todos (Ibid. XII, 35).
Esta Ley de su propia vida, Dios la inscribió en todas sus obras, porque sólo hay un único amor: el de Dios para sí mismo, del cual, por la gracia, participan sus criaturas:“nadie la posee si no la recibe gratuitamente” (Ibid.). Y en un sermón para la fiesta de Pentecostés añade: Dios lo hizo todo por sí mismo, es decir, por un amor enteramente gratuito (Pent 3,4).
Por su misma naturaleza, el amor divino es difusivo y se extiende hacia afuera en forma de don: “Dios está dentro de nosotros, de tal modo que afecta al alma… él mismo se difunde en ella y la hace partícipe de sí mismo. Por eso alguien pudo decir sin miedo que se hace un solo espíritu con el nuestro, no una sola persona o sustancia” (Cons 5, V,12). Aunque crea y ama libremente, con todo, de algún modo no puede no amar a su criatura, pues la razón de su amor no reside en la criatura, sino en él. Impulsado por su Bondad, crea libremente la multitud de seres en virtud de su perfección, por sí mismo. Es decir, él es en sí mismo su propio motivo de obrar y no puede tener otra motivación para obrar que él mismo. La criaturas no le aportan nada: Dios es Dios para Dios y no tiene ninguna necesidad que satisfacer o carencia que llenar a costa de su criatura. Por eso ama con absoluta gratuidad y desinterés. En eso consiste el amor puro.
Dios ama, y la razón de su amor es él mismo, no otro. Por eso precisamente es tan apasionado; porque no tiene otro amor que lo que él mismo es (SCant 59,10).
Por eso, cuando asocia a las criaturas a su propia Ley intraamorosa, por la que se ama a sí mismo, les asegura una perfecta bienaventuranza: “Cuando Dios ama, no desea otra cosa sino que le amemos; porque no ama para otra cosa sino para ser amado, sabiendo que basta el amor para que sean felices los que se aman” (Scant 83,4). La bienaventuranza de las criaturas coincide con el amor que Dios se tiene a sí mismo.
Al crearlo todo para sí, Dios inscribió su propia Ley en el corazón del hombre, creado a imagen y semejanza suya: el justo -dice Bernardo citando el salmo 36- lleva en el corazón la Ley de su Dios. La Ley de su Dios está en su espíritu (mens), de modo que también es de su espíritu (SCant 81,V,10). Y lo único que espera Dios es el libre consentimiento de la voluntad humana, sin la cual no hay mérito posible. Con su libre albedrío, el hombre deberá desarrollar esa Ley plenamente amando a Dios sobre todas las cosas, y a las cosas e incluso a sí mismo, en él y por él. Lo que significa que Dios ha de ser la causa final de nuestro amor a nosotros mismos y a las criaturas.
Esto significa que el amor vuelva a beber de la Fuente eterna que en él se participa, y a regirse por ella:
La fuente de la vida es la caridad. El alma que no apura de esta fuente no podrá vivir. ¿Cómo se puede sacar agua sin estar al lado de la fuente, que es el amor, que es Dios? Está al lado de Dios quien ama a Dios y en la misma medida que lo ama. En quien no hay bastante amor hay ausencia. No ama bastante a Dios quien se siente cautivo de los instintos. Esta cautividad corporal es una cierta ausencia de Dios. Y la ausencia, un destierro (Pre XX,60).
Gran cosa es el amor, con tal de que vuelva a su origen y retorne a su principio, si se vacía en su fuente y en ella recupera siempre su copioso caudal (Scant 83,4).
– Caridad, amor, affectus
Cuando Bernardo habla del amor humano, lo enmarca en la doctrina estoica de los cuatro afectos básicos del alma: “amor y alegría, temor y tristeza” (Var 50,3). El amor es un affecus, el más elevado de los cuatro, que tiene por objeto a Dios y al prójimo: “a Dios por su bondad, al prójimo por la común naturaleza” (Ibid.). De los cuatro afectos, el amor es el único por el cual el hombre puede responder a Dios (SCant 83,4); y de hecho, toda la doctrina de la imagen divina en el hombre describe el camino de retorno a Dios por la orientación de este affectus principal del alma, que se debe ir volviendo semejante a la Caridad divina, hasta ser, como en el paraíso, caridad participada en el cuarto grado del amor.
Cuanto el amor es puro y está ordenado, ama lo que debe amar conforme a su naturaleza, y se llama caridad. Su purificación se realiza así: “cuando amamos lo que debe ser amado, cuando amamos más lo que merece más amor, y cuando no amamos lo que no debe ser amado. Entonces está purificado el amor” (Ibid.). El mismo proceso siguen los otros tres affectus.
Este afecto natural, por tanto, sólo es auténtico y él mismo, si está integrado en la Ley de la caridad que todo lo lleva a Dios. Entonces se llama affectus spiritualis, y es el reino de la libertad. En cambio, cuando sirve a la ley del pecado se llama affectus carnalis, y es el reino de la necesidad y la materia. “Sólo la caridad convierte a las almas y las hace libres” (AmD XII,34)
Existe, pues, una práctica equiparación entre affectus espiritual, caridad y voluntad común, del mismo modo que entre affectus carnalis, cupiditas y voluntas propria. Y es que el amor -podríamos hablar también de libido, eros o deseo- es una fuerza de la naturaleza, cuya calidad está determinada por el objeto hacia el que se inclina. Nacido de Dios, su Fuente, deberá conformarse y adaptarse a esa Ley que lo ama todo en virtud de Dios. Deberá dejar todo objeto carnal que le incite a satisfacer una necesidad y a gozar ávidamente de ella para apegarse a la voluntad de Dios, que es el objeto más adecuado a su naturaleza. Así es como el alma irá recuperando su libertad y su semejanza.
“tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio… cuanto más divino es lo que se siente. Amar así es estar ya divinizado” (AmD X, 28).
En este estadio, el amor es una fuerza que nos une a todos los seres. A diferencia del temor que nos relaciona con lo superior por lo que tenemos de inferiores, y por tanto pone de relieve la desigualdad, el amor, siempre “que nazca de Dios y él sea su causa” (AmD VIII,25), tiene el poder de unir, de igualar, nivelar, hacer semejanza. Bernardo lo define así: “El amor es un affectus que nos une con el superior, con el inferior y con el igual” (Ibid.).
Desgraciadamente, el hombre se halla en situación de dualidad, pues en la región de la desemejanza la ley de la voluntad propia, curvada a lo terreno y caída en el amor viciado, se superpone dramáticamente a la ley de la caridad. El hombre sigue haciendo actos voluntarios, y por tanto libres, pero ¡con qué complacencia, con qué codicia y en qué dirección! Así se experimenta a un tiempo libre y esclavo:
Ay de mí, desgraciado, ¿quién me librará de la calumnia de esta vergonzosa esclavitud? Soy un desgraciado, pero libre; libre como hombre, desgraciado como siervo. Libre porque soy semejante a Dios, desgraciado como contrario a Dios… Yo soy el que me he enfrentado conmigo mismo, y encuentro en mí algo que está en tensión contra mi espíritu y contra tu Ley… Mi voluntad es una ley inserta en mis miembros que se revuelve contra la ley divina. Y como la ley del Señor es la ley de mi espíritu… por eso mi propia voluntad se vuelve enemiga de mí mismo, que es el colmo de la iniquidad (Scant 81, IV,9-10).
En este sermón, Bernardo derrocha argumentos para explicar la paradoja de una libertad esclava que es a un tiempo una libre esclavitud, en la medida en que el hombre es esclavo del pecado, pero lo elije con su voluntad, ya que en caso contrario no sería responsable. Con ello pone de relieve la dualidad existente en el alma entre la ley de la carne y la del espíritu, entre la voluntad propia y la caridad. Ahora bien, en la medida en que la voluntad vaya expulsando de su amor lo proprium, la caridad irá realizando la unidad entre Dios y los hombres, “en la comunión de voluntades y el consenso en caridad” (Scant 71, IV,9).
Por otro lado, los hombres estarán también unidos entre sí cuando, superada la voluntas propria, pasen a la communis voluntas (quae) caritas est (Res 2,8). El affectus que ha echado de sí el egoísmo tiene la virtud de unir a los hombres, borrando todo desnivel, como ya se ha dicho: “el amor es un affectus que nos une con el superior, con el inferior y con el igual” (Var 50,3). Si está integrado en la Ley de la caridad, realiza la fraternidad.
Finalmente, el amor bien ordenado, unifica al hombre consigo mismo, pues “cuando llega el amor, transforma y cautiva todos los demás afectos” (Scant 83,3). Así todos los movimientos del alma están impregnados de amor, y está enteramente unificada y en ellas brillan las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, sin contradicciones ni divisiones internas.
De este modo, la lay de caridad realiza su gran obra de unidad. Salida de Dios al crear los seres para que participen de su felicidad, vuelve a él llevando consigo la libertad del hombre, que finalmente consiente a este amor. Así, el fundamento de la unidad de todos y de todo es esta Ley de caridad por la cual Dios se ama a sí mismo por sí mismo, y arrastra en su movimiento el affectus del alma, que de este modo vuelve a su fuente y en ella es divinizado: amar así es estar ya divinizado.