viernes, 17 de febrero de 2012

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte3)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte3)

3.3 Tres grados del amor
-El amor del corazón
-El amor racional y espiritual
3.3 Tres grados del amor
Todos conocemos los cuatro grados de amor que Bernardo describe en su tratado Sobre el amor de Dios. Menos conocidos son los tres grados de amor que expone en el sermón 20 sobre el Cantar de los Cantares. Los cuatro grados consideran la evolución del amor desde el egoísmo al amor puro, desde el amor a sí mismo y el olvido de Dios al amor a Dios y el olvido de sí. En cambio, los tres grados contemplan el ascenso del amor desde la perspectiva de la Encarnación y la configuración con el amor de Cristo.
Bernardo quiere mostrarnos cómo debemos amar a Cristo, y para ello considera cómo Cristo nos amó primero a nosotros, cuando éramos sus enemigos. Y aludiendo a Dt 6,3, dice que Cristo nos amó con todo su corazón, con toda su alma, con toda sus fuerzas, o lo que es igual: dulciter, sapienter, fortiter: dulcemente, sabiamente, valerosamente. Así deberá, pues, amarle el cristiano:
“Aprende de Cristo, cristiano, cómo debes amar a Cristo. Aprende a amar con dulzura, amar con prudencia, amar con fortaleza… Que el amor inflame tu celo, lo informe la ciencia y lo confirme la constancia. Sea tu amor ferviente, prudente, inquebrantable. No conozca la tibieza, ni carezca de discreción, ni sea tímido… Ama, pues, al Señor, con todo y el pleno afecto del corazón, con toda la vigilancia y prudencia de la razón, con toda energía, para que no te atemorice morir por su amor”.
El amor del corazón
Partiendo de la ejemplaridad de Cristo, y siguiendo a los Padres de la Iglesia, Bernardo y los cistercienses ven en la obra de la redención, y más concretamente en el misterio de la Encarnación, una pedagogía de Dios para el hombre caído en la deformidad y desemejanza con el Verbo. Cristo es Mediador de la redención, pero también de la vida espiritual, del ascenso del alma a Dios, en virtud de su doble naturaleza, humana y divina. El dogma de Calcedonia afirma que Cristo es una única Persona divina -el Verbo o Logos- en dos naturalezas fundidas en una unidad sin separación ni división, sin mezcla ni confusión. Unión que san Bernardo, comentando el Cantar de los Cantares, califica simbólicamente de “beso”:
La boca que besa es el Verbo que se encarna; quien recibe el beso es la carne asumida por el Verbo; y el beso que consuman juntamente el que besa y el besado es la Persona misma formada por ambos, el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (SCant 2,3).
Por lo tanto, es posible comulgar con esa Persona divina en un doble nivel: el de su humanidad, que es visible y sensible, y el de su divinidad, que es espiritual y está más allá de lo sensible. La primera comunión es más lejana, la segunda más cercana a lo que el Verbo es en sí. En ambos casos se ama a la Persona del Verbo, aunque a niveles distintos, teniendo la primera como función ser un escalón para la segunda. Esta es la pedagogía:
Yo creo que ésta fue la causa principal por la cual el Dios invisible se manifestó en la carne y convivió como hombre entre los hombres: ir llevando gradualmente hacia el amor espiritual a los hombres, que, por ser carnales, sólo podían amar carnalmente, y guiar así sus afectos naturales al amor que salva (SCant 20,6).
Esta es la mejor respuesta que el abad de Claraval encuentra para explicar el por qué de la Encarnación: el Verbo se hace carne, se hace de carne, para abrirse una vía de acceso a nosotros a través de nuestra sensibilidad, de nuestros sentidos carnales o físicos, que no son aptos para captar al Verbo en tanto que Verbo. Y además le parece que la Encarnación fue la mejor manera de atraer al hombre alejado de él y convertido en su enemigo, respetando al máximo su libre albedrío: dirigirse a su misma libertad y a su poder de elegir y amar:
Cuando quiso recuperar a la noble criatura humana, Dios se dijo a sí mismo: si le fuerzo a pesar suyo, lo que tendría sería un asno, no un hombre… le he amenazado con penas terribles… en vano… Le he ofrecido la felicidad eterna… lo que ni ojo vio ni oído oyó, lo que el corazón humano no pudo ni concebir ni desear… sin ningún resultado. Una sola esperanza me queda. El ser humano no es únicamente temeroso y egoísta; sobre todo es capaz de amar, y es el amor lo que constituye la fuerza más poderosa para atraerlo. Dios vino, pues, en nuestra carne mostrándose así infinitamente amable, dando prueba de la mayor caridad al ofrecer su vida por nosotros (Var 29,2-3).
El capítulo 3 del tratado Sobre el amor de Dios, desarrolla hermosas páginas sobre todo lo que Cristo hizo y sufrió en favor de los hombres con la esperanza de recibir una respuesta de amor. Dios se dirigió al corazón sensible del hombre a fin de recuperar a esta criatura suya que siguió permaneciendo fundamentalmente noble a pesar del pecado. Y para enderezar su amor carnal en espiritual es por lo que puso su humanidad como mediadora.
En la vida espiritual, el amor del corazón tiene como función configurar al alma con la humanidad de Cristo, hasta amarlo con todo el corazón, y no sólo con una parte, y así librar al alma de todo otro afecto carnal:
El amor del corazón es en cierto sentido carnal, porque se siente afectado más por la carne de Cristo y por lo que Cristo hizo o mandó a través de su carne. Poseído por este amor, el corazón se conmueve enseguida por todo lo que se refiere al Cristo carnal. Nada escucha más a gusto, nada lee con mayor afán, nada recuerda con tanta frecuencia, nada medita más dulcemente… La medida de este amor consiste en que llena todo el corazón con su dulce suavidad, desechando de él todo otro amor o seducción carnal… En pocas palabras, amar con todo el corazón consiste en preferir el amor de su sacrosanta carne a cualquier otra cosa que halague a la propia carne o la de otro. Me refiero también a la gloria del mundo, porque la gloria del mundo es gloria de la carne y aquellos que se complacen en ella son sin duda carnales (Scant V,6-7).
Sea el Señor Jesús suave y dulce para tu afecto, de modo que neutralices el mal y las cosas dulces de la vida carnal, y así una dulzura venza a otra dulzura, como un clavo extrae otro clavo (SCant 20,4).
Este amor carnal a Cristo se alimenta sobre todo de la consideración de los misterios históricos de la vida de Jesús, sobre todo su encarnación y su pasión:
Siempre que ora tiene ante sí la imagen del Hombre Dios que nace y crece, predica y muere, resucita y asciende; toco cuanto le ocurre impulsa necesariamente su espíritu al amor de las virtudes o lo arranca los vicios sensuales, ahuyenta los hechizos y serena los deseos (Ibid.).
La posteridad de san Bernardo se ha quedado sobre todo con este amor del corazón -la famosa devoción a la humanidad de Cristo-, como si fuera lo más característico de su doctrina, seguramente debido a la forma brillante como ha sabido exponerla. Por eso algunos dicen que él es el primero en inaugurar el modo de meditación basado en la consideración de escenas evangélicas mediante la imaginación y los sentidos, como si uno estuviera allí, que más tarde se llamará “composición de lugar”. De hecho, bien conocidas son sus fervoras meditaciones sobre los episodios de la vida de Cristo, sobre todo la Pasión; o la ternura con que hablaba de las excelencia del Nombre de Jesús (SCant 15,5-6):
Por él existo, vivo y gusto (sapio)… El que se niegue a vivir para ti, de hecho ya ha muerto, quien no te gusta (sapit), pierde el gusto (sapor). Quien se empeña en no existir para ti, se derrite en la nada, es pura nada (SCant 20,1).
Esta devoción a la humanidad de Cristo es necesaria: “Los verdaderos fieles saben por experiencia lo vinculados que están con Jesús, sobre todo con Jesús crucificado”. (AmD III,7). Ella desarrolla en el corazón del hombre gracias de amor extraordinarias, como lo atestiguan las expresiones sacadas del Cantar de los Cantares, que aquí usa Bernardo: In hortum introducta dílecti sponsa (ibid), “(Jesús) se adentra siempre que puede en el lecho de nuestro corazón” (Ibid, 8). Sin embargo, el amor con todo el corazón es un escalón hacia el amor con toda el alma y el amor con todas fuerzas.
El que no posee aún el Espíritu que da vida, se consuela provisionalmente con la devoción a su carne humana… por otra parte tampoco se puede amar a Cristo según la carne sin el Espíritu Santo; pero este amor no llega a la plenitud (SCant IV,7).
Aunque la devoción a la carne de Cristo es un don y un don grande del Espíritu Santo, yo le llamaría carnal con relación a aquel amor por el que se saborea, no ya al Verbo hecho carne, sino al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, al Verbo-Santidad… Es bueno este amor carnal mediante el cual se excluye la vida carnal, se desprecia y se vence al mundo. Pero es más provechoso si es racional; y se perfecciona cuando se vuelve espiritual (Scant V,6-VI,8).
Los que se nutren del amor a la humanidad del Verbo viven bajo su sombra, dice Bernardo utilizando un texto de las Lamentaciones: a su sombra viviremos entre los pueblos (4,20). La sombra es la dulzura carnal de Cristo, en la que se cobijan los principiantes, los que no pueden percibir aún las cosas del Espíritu de Dios (IV,7; cf 1Cor 2,14) porque no tienen la visión, el conocimiento contemplativo.
En otros lugares aplica a la humanidad de Cristo la imagen de la Roca, en la que sólo los contemplativos son capaces de abrir agujeros, penetrar en el misterio humano-divino que esconde (SCant 62,6). O la imagen del heno o paja del pesebre de Belén. En este sentido, aconsejará a los caballeros de la Orden del Templo que cuando estén en Belén, mediten en el significado del pesebre, del buey, del asno y del heno;:
El hombre, sin comprender la dignidad en la que fue creado, se comparó a un asno ignorante y se hizo semejante a el (Salmo 48,3, Vulg). Por eso el Verbo, pan de los ángeles, se hizo alimento de asnos, para que éstos tengan heno carnal para rumiar. Se trata del hombre, que se olvidó totalmente de comer el pan del Verbo, hasta que, devuelto a su primera dignidad por el Hombre-Dios, pudiera decir con san Pablo: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así. Pienso que nadie puede decirlo de verdad a no ser que, como Pedro, haya escuchado de boca de la Verdad: las palabras que os he dicho son espíritu y vida; mas la carne no sirve de nada… Puede hablar sin escándalo de la sabiduría de Dios a los perfectos, explicando cosas espirituales a los hombres espirituales. Pero con los niños o los animales debe ser cauto, proponiéndoles sólo lo que pueden captar, es decir a Jesús, y éste crucificado. Por tanto, uno y el mismo es el alimento de los pastos celestes, rumiado dulcemente por el animal y masticado por el hombre, que al adulto da fuerza y al niño nutrición (Glorias… VI,12).
El amor racional y espiritual
Aunque baste para la salvación, el amor “carnal” a Cristo ha de ser trascendido, porque en su unión con el Señor, el alma se une con la Persona divina del Verbo. Bernardo afirma esto con vigor, a pesar de que siempre y de principio a fin llevó consigo el recuerdo de la Pasión. Este paso de lo visible a lo invisible está simbolizado en el misterio de la Ascensión, cuando Cristo desapega a sus apóstoles de su presencia corporal diciéndoles: si me amarais, os alegraría que me vaya con el Padre (Jn 14,28). Y comenta Bernardo: “le amaban dulcemente, pero sin prudencia; le amaban carnalmente, pero no racionalmente; le amaban con todo el corazón, pero no con toda el alma” (SCant 20, IV,5). Conviene que el Cristo carnal se vaya al cielo, para que descienda el Espíritu, y con él otro nivel más elevado de amor: si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así (2Cor 5,6).
El amor racional pasa, como antes hemos visto, del amor al Verbo-Carne al amor al Verbo-Sabiduría, al Verbo-Verdad, Santidad, Justicia y Virtud, porque Cristo se ha hecho para nosotros todo eso: Sabiduría, Justicia, Santificación y Redención (1Cor 1,30). Es decir, ama y se configura con las cualidades éticas y espirituales que caracterizan la personalidad interna de Cristo. A diferencia de aquel l amor que se conmueve por el recuerdo de la pasión, éste arde siempre por el celo de la justicia, emula en toda ocasión lo verdadero, siente ansias por alcanzar la sabiduría, ama la santidad de vida y la moral de sus costumbres, se avergüenza de toda jactancia, aborrece la detracción, desconoce la envidia, detesta la soberbia, no sólo huye de toda gloria humana, sino que le fastidia y la desprecia, abomina extremosamente y persigue en sí mismo toda impureza de la carne y del corazón, deshecha con toda naturalidad todo mal y se adhiere a todo lo que es bueno (SCant VI,8).
Por tanto, este amor apunta a la realización moral de la persona, a la configuración con el Cristo ético, con la doctrina evangélica, que establece la virtud misma de Cristo en el alma y deja atrás las pasiones y los apetitos carnales. Mientras el amor afectivo a veces es ambiguo y puede llevar al subjetivismo y a desviaciones religiosas, en el sentido de un iluminismo o un engaño diabólico (SCant 20,9), éste es prudente, juicioso, circunspecto, y se deja guiar por la razón y la regla de la fe. Bernardo piensa sin duda en las herejías teológicas y espirituales de su tiempo, como por ejemplo los cátaros, con las que tuvo que confrontarse:
Será racional -este amor- si en todo lo que debemos sentir de Cristo se mantienen con tal firmeza las bases de la fe, que ninguna apariencia de verdad, ninguna desviación herética o diabólica serán capaces de apartarnos jamás de sentir limpiamente con la Iglesia. Esta misma cautela debemos observar en la propia conducta, de modo que nunca sobrepase el límite de la discreción, con ninguna clase de superstición, ligereza o vehemencia del fervor, bajo pretexto de una mayor devoción (SCant VI,9).
Como es lógico, este amor no sólo requiere discernimiento en la inteligencia, sino también fortaleza, valor y constancia en la voluntad, para que ésta se convierta y se configure enteramente con la virtud de Cristo, y así pueda amarle también con todas las fuerzas. Este amor con todas las fuerzas es el amor espiritual, que no tiene con el anterior más que una diferencia de plenitud, dado que la santidad no es otra cosa que la plenitud de la Virtud de Cristo en el alma por el Espíritu Santo:
Amaremos a Dios con todas las fuerzas y el amor será espiritual, si con la ayuda del Espíritu llega a tal vigor que no se abandona la justicia, ni por la coacción de los sufrimientos o tormentos, ni siquiera por miedo a la muerte. Creo que merece ser llamado así porque goza de esta prerrogativa que es su característica: la plenitud del Espíritu (SCant VI,9).
Ahora bien, el hecho de que el amor del corazón deba trascenderse no significa que deba abandonarse. Un amor que sólo tuviera como apoyo una meditación exclusivamente espiritual, iría contra la naturaleza corporal y espiritual del hombre en esta vida, que no podría sostener tal tensión, y si pretendiera mantenerse mediante su esfuerzo en esa cima, vería entibiarse su amor a Dios y languidecer. Por eso:
Éstas son las manzanas y las flores (recuerdo de la pasión, etc.) que la esposa pide para alimentarse y fortificarse. Pienso que ella teme que se enfríe y languidezca fácilmente el ímpetu de su amor si no la reaniman con estos estímulos (testimonios sensibles de amor) (AmD III,10).
O puede derivar en orgullo espiritual; por eso siente que un día Cristo le dice: “No pretendas grandezas que superan tu capacidad; contempla apaciblemente mis heridas y todo lo que he sufrido en mi carne” (SCant 45,4). Y también: Ne irreverens scrutator majestatis opprimatur a gloria (SCant 32,3).
El recuerdo del amor de Dios manifestado en Cristo seguirá siempre excitando el corazón del hombre, hacía la plenitud de la presencia en el cielo. “El recuerdo pertenece al tiempo presente, la presencia al Reino de los Cielos” (AmD III,10). No perdamos nunca de vista que es el propio Dios el que se manifiesta y da prueba de su amor en el misterio de la Encarnación y de la Pasión. Cuando amo a Cristo, es al Verbo de Dios a quien alcanza mi amor. Amar así a Cristo es realizar el aprendizaje del amor-caridad. Aquel que se ha hecho incapaz de gustar otra cosa que los goces sensibles y carnales, tendría que elevarse espiritualmente para poder salir de esos goces, y reencontrar en este orden espiritual un objeto que, por su transparencia, le abriera al mundo del espíritu. “Por eso, escribe san Bernardo, el Verbo ofreció su carne a los que gustan de la carne, para que aprendieran a gustar el espíritu” (Idem 6,3).