Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 2)
1. Tres grados de la verdad
a. Verdad propia y humildad
b. Verdad del prójimo y compasión
c. Verdad en sí o contemplación
1. Tres grados de la verdad
Veamos ahora el drama de la conciencia desde el ángulo de la verdad, que está falsificada por el desconocimiento de sí y por el orgullo, y que por tanto sólo se puede recuperar mediante el conocimiento propio y la humildad. San Bernardo desarrolla esto principalmente en su primer tratado Sobre los grados de la humildad y la soberbia y en los Sermones 35-38 Sobre el Cantar de los Cantares, desde la perspectiva de Cant 1,7: “si no te conoces, sal fuera” (Biblia Vulgata). Veamos aquí una síntesis de las ideas dominantes del tratado.
Este tratado es la primera obra de san Bernardo, escrita hacia 1125, y por tanto presenta una síntesis de su primera enseñanza. Sobre la base de los doce grados de humildad de la Regla de san Benito, se describe la humildad y la soberbia como dos contrarios que abarcan el ascenso y el alejamiento de Dios. Se estructura en dos partes bien definidas: primero la teoría y teología de la humildad, la subida a la Verdad, a base de sucesivas clasificaciones tripartitas (n. 1-27), y segundo el descenso a la soberbia (n.28-57). Nos centramos sólo en la parte primera.
San Benito expone doce grados de humildad que deben llevar al que los sube a un primer grado de verdad. Estos tres grados son: la verdad de sí mismo o conocimiento propio, la verdad de los otros o conocimiento del prójimo y la verdad en sí misma o conocimiento de Cristo-Verdad y de Dios. La primera genera humildad, la segunda compasión, la tercera contemplación. La verdad de sí revela nuestros límites humanos, nuestra miseria, dice Bernardo. Conocerse a sí mismo sin escapatoria, sin tratar de justificarse, ya es amarse a sí mismo. Es la verdad básica, de la que nace una cierta misericordia hacia el propio ser frágil, y uno se va despegando de su autosuficiencia.
a. Verdad propia y humildad
Si el conocimiento básico de sí consiste en adquirir conciencia de la propia miseria, la humildad básica consiste en ser capaz de aceptarla y asumirla. Lo cual nos vuelve mansos, humildes, nos quita humos en relación con los demás, nos capacita para ser compasivos con las miserias ajenas. En lenguaje de Bernardo, es saberse enfermo, feo y deforme, enajenado de Dios y de sí mismo, sin discernimiento ni complacencia en el bien, “encorvado” hacia la materia, sin rectitud moral.
El que ve la propia verdad se hace pequeño, se desdiviniza, deja a un lado todo sueño de engreimiento y suficiencia, se pone en el lugar que debe. Así define Bernardo la humildad:
Es una virtud que incita al hombre a autorrebajarse (vilescit) ante el verdadero conocimiento (verissima cognitio) de sí.
El término vilescit no significa envilecerse o menospreciarse en el sentido morboso del término, sino que uno deje de imaginarse distinto de como es, de representar un personaje, aunque sea el de un santo, como hace el fariseo, que se desconoce a sí mismo y por eso es orgulloso y duro con los demás. La psicología afirma con frecuencia que no hay que despreciarse a sí mismo, sino tener el valor de afirmarse, de no machacarse ni odiarse, sino aceptarse y amarse. Vilescit significa estimarnos en menos de lo que nos imaginamos, creernos lo que no somos, como hizo Adán, y reconocernos tal como somos, amándonos y aceptándonos así, sin autoengañarnos proyectando una imagen ideal y bonita, que en el fondo no es más que un ídolo. Fuera de esta verdad todo se vuelve falso, encubierto, dúplice.
La verdad básica se debe asumir. En eso consiste el comienzo del verdadero amor a sí mismo: en la aceptación de que somos una imagen fea y deforme, sin hundirnos en la depresión o el autorrechazo. A este conocimiento y aceptación aplica Bernardo la Bienaventuranza de los mansos, porque produce paz y sanación. El que acepta, acoge y ama su fealdad ante sí mismo y ante Dios se refugia en la misericordia y tiende a la conversión mediante la contrición y la compunción del corazón. A los que hacen esto aplica Bernardo también la Bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos alcanzarán misericordia. Momento realista en el que uno se hace juez de sí mismo ante la verdad.
b. Verdad del prójimo y compasión
Dice Bernardo que cuando el hombre, después de discernirse y tomar conciencia de su verdad “pobre, desnuda y enferma” (VI,19), de su ego tal como es, no se gusta como se ve y se avergüenza de sí mismo: “les desagrada lo que son y suspiran por lo que no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus fuerzas” (V,18). Entonces viene la compunción y el llanto, el deseo de cambiar, de alcanzar la integridad, no por perfeccionismo, sino “por amor a la verdad”, porque empiezan, dice Bernardo, a sentir hambre y sed de la justicia. Para lo cual imploran la misericordia de Dios. Un texto del Comentario al Cantar de los Cantares lo expresa así:
Yo deseo que el alma, ante todo, se conozca a sí misma… ese conocimiento no infla, humilla; es una preparación para nuestra edificación. No podría mantenerse nuestro edificio espiritual, sino es sobre el fundamento estable de la humildad. Y para humillarse a sí misma, no encontrará el alma nada tan estable y apropiado como encontrarse a sí misma en la verdad… Si se contempla ante la clara luz de la verdad, ¿no se encontrará alejada en la región de la desemejanza, suspirando al ver su miseria e incapaz de ocultar su verdadera situación?…
Volverá a las lágrimas, retornará al llanto y a los gemidos, se convertirá al Señor y exclamará con humildad: Sáname, Señor, porque he pecado contra ti… Siempre que me asomo a mí mismo, mis ojos se cubren de tristeza. Pero si miro hacia arriba, levantando los ojos hacia el auxilio de la divina Misericordia, la gozosa visión de mi Dios alivia al punto este desconsolador espectro, y le digo: cuando mi alma se acongoja, te recuerdo… Dios se da a conocer saludablemente con esta disposición, si el hombre se conoce a sí mismo en su necesidad radical… De esta manera, el conocimiento propio es un paso para el conocimiento de Dios (Scant 36, IV,5-6).
Un paso al conocimiento de Dios, al tercer grado de la verdad, pasando por el segundo grado, que es la verdad en el prójimo y la compasión. En este paso convergen dos perspectivas: una evangélica y otra psicológica. La primera emana de la bienaventuranza de Jesús: “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”. O sea, aquel que aspira alcanzar de Dios misericordia, ha de practicar él mismo misericordia con los demás. La segunda surge espontánea por un movimiento de universalización de la propia experiencia personal y de empatía. Universalización, porque quien se conoce a sí mismo, conoce cómo son todos en su deformidad y sabe con el salmista que “todos son unos mentirosos”. Es capaz de leer el alma de los demás en la suya propia, y comprender el sufrimiento ajeno en el propio.
Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos; adivinan las necesidades de los demás en las suyas propias, y por lo que padecen, aprenden a compadecerse de los demás (V,18)
La compunción, el deseo sincero de conversión y las obras de misericordia irán creando esa empatía con la miseria ajena, por la cual la voluntad propia se transforma en voluntad común y “el amor carnal, que impulsa al hombre a amarse a sí mismo por encima de todo, se vuelve social, extendiéndose a los demás” (AmD VIII,23). En su exposición, Bernardo pone el acento sobre todo en este segundo grado: la compasión, el amor socialis, la caridad fraterna, que no puede existir sin un previo conocimiento de sí en esa verdad básica de la propia deformidad que le hace a uno humilde al desmontar su yo farisaico y permitirle salir del círculo que lo encerraba en sí mismo y lo hacía creerse mejor que los demás.
Los misericordiosos descubren enseguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos enferman; se abrasan con los que sufren escándalo, se alegran con los que están alegres y lloran con los que lloran.
He ahí la compasión, verdadera justicia social cuya práctica es tan importante en la búsqueda completa de la Verdad. Nace de la empatía, de la ósmosis, de la igualdad de todos en la miseria, del hecho de que lo semejante conoce lo semejante:
Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos. La verdad pura únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume la propia miseria. Para que tengas un corazón misericordioso por la miseria ajena, necesitas conocer primero tu propia miseria, para que leas el alma del prójimo en la tuya (¡no sus problemas!, como dice la traducción) (III,6).
El humilde se sabe igual que los otros, partícipe de una miseria generalizada. En cambio, el fariseo, al creerse distinto, en la fila de la virtud, se engaña en su discernimiento -en su liberum consilium-, y por eso se llena de altivez y orgullo, juzgando al otro con dureza, en vez de con dulzura, mirando la brizna del ojo ajeno sin ver la viga del propio:
Si no eres capaz de escuchar al Discípulo que te aconseja -san Pablo-, teme al Maestro que te acusa: hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano. La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la verdad. Si llega a acaparar tu mente, no podrás verte ni percibirte (sentire) como eres o puedes ser, sino tal como te quieres, como piensas que eres o como esperas ser (Grados n.IV,14).
Thomas Merton escribe en Diario de un espectador culpable: “No tienen comprensión porque no tienen compasión; y no tienen compasión porque no conocen al hombre”. El humilde, aquel que conoce al hombre porque se conoce a sí mismo, juzga su hermano con mansedumbre, porque su propia verdad le ha hecho manso y le ha quitado todo complejo de superioridad, le ha bajado del cielo y le ha puesto en su sitio, que es la tierra, el humus, de donde deriva la palabra humildad: Por eso dice Bernardo, citando el Génesis: Mira la tierra para conocerte a ti mismo; ella te dará tu propia imagen, porque eres tierra y a la tierra volverás” (X,28). No hay que mirar al cielo, al yo ideal, al hombre bonito, sino a la tierra, al falso que soy, al feo y deforme. Ahí, en la propia miseria, se nutre la empatía y la misericordia.
c. Verdad en sí o contemplación
Por la compunción, el hambre y sed de sed de ser justo y la práctica de la misericordia, el corazón se purifica de la ignorancia, de la debilidad y del deseo desordenado. Contrición, integridad moral y compasión son las tres dimensiones principales de la purificación del corazón, que así queda abierto a esa suprema salida -excessus- que es la contemplación, que es el tercer grado de la verdad:
Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la Verdad en sí misma (in sui natura), por cuyo amor sufren los males ajenos (III,6)… Los grados o estadios de la verdad son tres: al primero se sube por el trabajo de la humildad, al segundo por el afecto de la compasión, al tercero por el éxtasis (excessus) de la contemplación. En el primero, la verdad se nos muestra severa, en el segundo piadosa, en el tercero pura. Al primero nos conduce la razón, con la que nos discernimos a nosotros mismos; al segundo el afecto, con el que nos compadecemos de los demás; al tercero nos arrebata la pureza, que nos eleva a las realidades invisibles (VI,19).
Como es lógico, a este tercer grado se aplica la bienaventuranza de los puros de corazón, que ven a Dios. Más adelante diremos una palabra sobre este excessus mentis, que coincide con el cuarto grado del amor. Añadir aquí simplemente que, al terminar la exposición, Bernardo relaciona las tres formas de verdad, que coinciden con los tres objetos del amor: a uno mismo, al prójimo y a Dios, con las tres Personas de la Trinidad (VII,20-21 y VIII,22-23): el Hijo enseña el primer grado como Maestro, introduciéndonos en la escuela de la humildad. El segundo, caridad y la compasión, lo da el Espíritu que derrama la caridad y consuela a los amigos. El tercero lo enseña el Padre, que revela la Verdad plena y recibe en la gloria, abrazando como Padre.
En el primer grado, el Hijo, en tanto que Palabra y Sabiduría del Padre, educa la razón para que se discierna y sea juez de sí misma. Se une a nuestra razón para convertirla en su auxiliar y de esta unión (conjunctio) nace la humildad. También el Espíritu visita la voluntad caída y la purifica, y de esta unión nace la caridad. Por último, cuando razón y voluntad ya no están divididas, el Padre se une a ellas en la contemplación y arrebata el alma a los secretos de la Verdad. Y finalmente compara estos tres grados a los tres cielos del éxtasis de san Pablo.
En la mente de san Bernardo, pues, sólo el humilde puede amar: amarse a sí mismo en la aceptación de la propia miseria; amar al prójimo tal como es, y no tal como quisiéramos que fuera, y amar a Dios en su verdad, no en nuestras proyecciones. Bernardo ha descubierto antes que la psicología moderna que la verdad propia lleva a la verdad ajena, que la aceptación incondicional de sí, es condición básica para la aceptación incondicional del otro, con todo lo que le hace otro y distinto, y que el orgullo ciega el conocimiento propio y de todo lo demás. (http://omesbc.wordpress.com/)