viernes, 27 de agosto de 2010
El catolicismo en Tolkien V
El Retorno del Rey, tercera parte del libro, abre con Gandalf y Pippin a galope tendido a Minas Tirith, ciudad principal del Reino de Gondor, para avisar del ataque inminente de las fuerzas del Señor Oscuro. Denethor II, el padre de Boromir y Faramir, es el Senescal de Gondor, y está destrozado por haber tenido las noticias nefastas de la muerte de su querido Boromir, a quien prefería sobre su hijo menor, Faramir. Es que lo había enviado al Concilio de Elrond para averiguar acerca del Anillo Único que supuestamente había sido encontrado, pues quería llevárselo a Minas Tirith, para alejar el Anillo de Sauron. Denethor, siendo un hombre noble pero orgulloso, cae en el fatal error de querer combatir al Señor Oscuro con sus mismas armas. Este error hizo que Boromir cayera en la misma trampa. Hay una pugna entre Gandalf y Denethor, que tiene unas resonancias en la pugna histórica entre Iglesia y Estado; a saber, a Denethor sólo le preocupa el bien de Gondor, su interés es nacional, pero no se muestra muy solidario con los demás pueblos de la Tierra Media. Mientras que Gandalf ostenta unos atributos propios del Papado Romano, en el hecho de que no pertenece a ninguna nación y, en un sentido literal, es el indiscutible líder de todos los pueblos libres y fieles. Y esto es así porque siendo un mago sabio, (como los sabios Reyes Magos), su poder es “mágico” antes que temporal, al igual que el del Papa es “sacramental”. Como muy agudamente dice Charles A. Coulombe en un ensayo: A la afirmación {de Denethor} de que “no hay en el mundo en que hoy vivimos una meta más alta que el bien de Gondor”, Gandalf replica: “Yo no gobierno en ningún reino, ni en el de Gondor ni en ningún otro, grande o pequeño. Pero me preocupan todas las cosas de valor que hoy peligran en el mundo… Pues también yo soy un senescal”. Así podría haber hablado Bonifacio VIII a Felipe el Hermoso, San Gregorio VII a Enrique IV o Inocencio III al rey Juan. Y dicho sea, creo que así también ha hablado siempre nuestro buen Santo Padre, el Papa Juan Pablo II, en sus numerosísimos viajes apostólicos, en sus conversaciones y discursos a los investidos en autoridad.
Y a propósito de la visión católica del mundo, hemos de comprender que es, esencialmente, sacramental. En el corazón creyente de un católico, la misma vida es como una serie de milagros concatenados, signos o símbolos de la Providencia, cuya máxima expresión es Jesucristo en su Misterio Pascual: el Santísimo Sacramento del altar. Si el Hijo de Dios podría hacerse presente en el altar, por medio de unas palabras sagradas y unos gestos, no es para nada difícil pensar en magos, elfos, o en el cambio de las estaciones. Los críticos que no comprenden la estructura sacramental de la Iglesia, han visto a los sacramentos como “pura magia”, de ahí que la frase hocus pocus (=abracadabra) es una burla de las palabras empleadas en latín para consagrar el pan eucarístico: Hoc est Corpus meum (Esto es mi Cuerpo). Puede muy bien decirse que el efecto de la magia, empleada por los sabios magos o elfos, como cauce, e incluso causa, del bien, es en El Señor de los Anillos, el mismo que el de los sacramentos en la vida del católico devoto. Santo Tomás de Aquino, en su oración para después de la Comunión, pide que el Santísimo Sacramento sea una fuerte defensa contra los lazos de los enemigos, visibles e invisibles. Y San Buenaventura lo expresa así: fuente de vida, fuente de sabiduría y conocimiento, fuente de luz eterna. Dicho de otra manera, así como los sacramentos son los cauces de la Gracia en el mundo católico, así es la magia, usada por los sabios, el cauce de la Gracia en la Tierra Media.
Aragorn, heredero legítimo de Elendil e Isildur, con Legolas y Gimli, se adentran en el Paso de los Muertos para invocar a los que antaño habían jurado aliarse con Isildur, pero que se negaran, por lo quedaron condenados a vagar en una especie de purgatorio, hasta que prestaran alianza a su heredero que luego pudiese liberarles. Es parecido a Cristo que desciende al “lugar de los muertos” para liberar a los allí moraban. Mientras tanto, los Jinetes de Rohan, con el Rey Théoden a la cabeza, cabalgan hacia la sitiada ciudad de Minas Tirith a prestar auxilio. Éowyn, sobrina de Théoden, disfrazada de jinete, lleva a Merry, pues ambos quieren luchar también por los que aman. Éowyn es figura de las “mujeres fuertes” de la Sagrada Escritura, como Esther, Judit y Rut: audaces, valientes, determinadas e ingeniosas defensoras de sus pueblos en peligro. Pippin se hace servidor del Senescal de Gondor. Denethor revela que ha escrutado (indebidamente) un palantir, (una piedra vidente que se utilizaban para comunicarse sobre grandes distancias antiguamente), y ha visto solamente parte de toda la verdad que Sauron le ha permitido ver: los enormes ejércitos que estaban a punto de tomar y destruir la ciudad y al Reino de Gondor. Como los Jinetes de Théoden demoraban en llegar, Denethor cometió el terrible pecado de desesperar de la salvación. Y cuando regresa malherido su hijo Faramir, la desesperación le hace perder la cabeza, e intenta quemarse vivo con su hijo, aún vivo. Pippin intenta parar aquella locura, pero no puede, y va en busca de Gandalf, que está dirigiendo las defensas de la ciudad. Al enterarse de esta pésima noticia, Gandalf lamenta: Hasta en el corazón de nuestra fortaleza tiene el Enemigo armas para golpearnos: porque esto es obra del poder de su voluntad. Es decir, hasta donde nos creemos más fuertes, protegidos y seguros de nosotros mismos, también puede el Mal darnos una dura zancadilla. Faramir al fin puede ser rescatado, pero Denethor se inmola en la llama viva. La tragedia de Denethor es francamente triste: él no fue capaz de creer en otras posibilidades. Creía que era una locura que dos pequeños e indefensos hobbits llevasen el Anillo a Mordor, y al creer que ningún pueblo aliado vendría en ayuda y verse con pocas defensas, hizo caso a las medias-verdades de Sauron y desesperó. Gandalf había advertido a los suyos—y que es una magnífica lección para nosotros —que sólo puede desesperar aquel que sabe, más allá de toda duda, el desenlace final, pero nosotros no podemos desesperar, porque no podemos saber todas las posibilidades, por lo que el desenlace final es incierto— es una fuerte llamada a esperar, como Abrahán, contra toda esperanza.
Minas Tirith vive una situación desesperada de sitio, los incontables ejércitos de Sauron atacando ferozmente, los Nâzgul alados aterrorizando con gritos que hielan la sangre e infunden desesperación. ¡Por fin llegan los Jinetes de Rohan! Théoden es atacado por el Señor de los Nâzgul y muere, pero Éowyn y Merry muestran su valor al matar al mismísimo Señor de los Espectros. Aragorn y sus tropas también llegan y la gran batalla en los Campos del Pelennor alivia el sitio de Minas Tirith. Éowyn, Merry y Faramir son llevados a las Casas de Curación donde Aragorn da una muestra más de su realeza: las manos de un rey son manos que curan. Aragorn es una figura mesiánica, así como Cristo, Rey del Universo, muestra su misericordia, entre otras maneras, cuando sana a los enfermos, cuyos relatos leemos en los Evangelios. Una última deliberación entre Gandalf, Aragorn y compañía, deciden enfrentarse a Sauron a las mismas puertas de entrada a Mordor, y no ceden ante la desconsoladora evidencia de restos de la ropa de Frodo (cuando fue capturado en la Torre de Cirith Ungol) mostrados en manos de un siervo de Sauron. Puesto que sus tropas son insuficientes y están debilitadas, no tienen esperanza de ganar por la fuerza, no obstante siguen adelante contra toda esperanza para desviar la atención del Ojo de Sauron de otro movimiento dentro de su tierra negra: el de Frodo y Sam acercándose al Monte del Destino para arrojar el Anillo…
En narración paralela, el valiente y fiel Sam rescata a Frodo de las torturas de las que fue objeto su amo a merced de los orcos en la Torre de Cirith Ungol. La escena del rescate es conmovedora. Completamente agotados por todo lo que han pasado, con sed, luchando con la tierra absolutamente inhóspita de Mordor, con el Anillo que es cada vez más pesado e insoportable, Frodo y Sam van acercándose agónicamente a las Grietas del Destino. Podemos ver en el personaje de Frodo una figura del Siervo Doliente del Señor (Isaías) y, por tanto, figura de Cristo, pues como Cristo, Frodo entra en el corazón del reino enemigo para así destruirlo. Contemplamos el sacrifico voluntario de Frodo, aun hasta la muerte si fuera necesario, para que otros puedan vivir. Aunque no lo haya querido, lleva voluntariamente el peso del Anillo, como Cristo lleva voluntariamente el peso de la cruz. Y lo que más pesa a Frodo no es tanto el Anillo cuanto el peso insoportable de la malicia del Ojo de Sauron, así como lo que a Cristo le pesa no es tanto la cruz material, cuanto el peso de la malicia de nuestros pecados. Creo que eso precisamente lo vamos a ver con meridiana claridad en la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson esta Semana Santa. El Señor Oscuro, con toda su malicia, tienta a los personajes a que se pongan el Anillo, para así encontrarlos y atraparlos. Así como Cristo resiste las tentaciones del diablo para que lo adore y gane así el dominio de todos los reinos de la tierra, enseñándonos cómo sofocar la fuerza del pecado, Frodo, advertido por Gandalf, conoce que utilizar el mal, incluso en la lucha contra el mal, es caer bajo la esclavitud del mal. Esto es un reflejo de la perspectiva cristiana de que el fin no justifica los medios. Incluso Sam, al contemplar la desolación de Mordor, siente la tentación de usar el Anillo para acabar con el Señor Oscuro y convertir aquellas tierras inhóspitas en un gran jardín, pues es lo más le gusta a Sam, como buen hobbit de la Comarca que es. Pero gracias a su sentido común, sensatez y entereza moral, sale airoso de la prueba. Tolkien nos advierte que la táctica del Mal es “entrar con lo nuestro, para salir con lo suyo”—de ahí su insidioso peligro. Gollum, que en varias ocasiones en que ha hecho peligrar la Misión por su codicia del Anillo, pudiendo haber sido matado por Frodo, de no ser por su piedad y misericordia, aún se obsesiona por arrebatar el Anillo. En estos momentos Gollum parece ya irredimible. Pero surge otra ocasión, aquí al final, en que “merece” ser eliminado, con criterios meramente humanos, pero ahora es Sam—que nunca se fiaba de Gollum—quien no es capaz de matar a aquella miserable criatura.
En un momento crítico, Frodo cae por agotamiento físico, moral y espiritual. Sam reconoce que la carga del Anillo la tiene que llevar Frodo, pues es él a quien la Misión ha sido encomendada. Que cada uno tiene que cargar con lo suyo. Pero eso no quiere decir que no haya nadie que nos pueda ayudar a llevar nuestras cargas, como tampoco Cristo estuvo completamente sólo mientras cargaba con su cruz. Sam es figura de Simón el Cirineo, aunque incluso algo más sublime, porque levanta a Frodo con Anillo y todo, y lo lleva a cuestas por la ladera del Monte del Destino, pero, curiosamente, la carga para Sam no le resultaba demasiado pesada. Cristo mismo nos ha prometido que quien cargue con su yugo, sobre todo por amor, verá que su carga es ligera. Se acercan al momento decisivo de arrojar el Anillo en el abismo de fuego donde fue forjado. Llegado la hora de la prueba máxima, ¡Frodo es incapaz de arrojar el Anillo! No he decidido hacer* lo que he venido a hacer. ¡El Anillo es mío! (I do not choose to do what I have come to do. The Ring is mine!) (*vs. He decidido no hacer… I do not choose to do…). Frodo reclama el Anillo para sí, haciéndose invisible, ante la mirada horrorizada e impotente de Sam. El Señor Oscuro advierte su mortal peligro al descubrir a Frodo, desesperadamente llama a sus Espectros, que están luchando contra la alianza de Aragorn y Gandalf frente a la Puerta Negra, y éstos vuelan a velocidad del viento hacia el Monte del Destino.
Es, sin duda alguna, el toque más brillante y magistral de Tolkien que Gollum (que Gandalf había presagiado tendría un papel que jugar aún en todo esto), aún más esclavizado por el Anillo que Frodo, se pelee con Frodo, arrancándole de un brutal mordisco el dedo, arrebatándole el Anillo, y en su delirio, dé un mal paso y caiga por el precipicio en el abismo de fuego. En su momento Frodo había salvado a Gollum del mal del Anillo, perdonándole la vida, y ahora es Gollum que, a pesar suyo, salva a Frodo del mal del Anillo, perdonándole su vida. Porque es una gran verdad, ciertamente, lo que canta el salmo 50: un corazón quebrantado y humillado, no lo desprecia el Señor. Un lucidísimo comentario de esta escena lo tenemos en Stratford Caldecott: Al borde mismo del éxito, adonde lo ha llevado su voluntad, el Portador del Anillo renuncia a su Búsqueda y reclama el Anillo para sí. Su libertad para arrojarlo al fuego ha sido minimizada por la tarea de llevarlo hasta el Monte del Destino. Lo que finalmente le salva, es en apariencia un accidente, en realidad la consecuencia directa de su anterior (y más libre) decisión de salvar la vida de Gollum, un acto de pura compasión. Por tanto, en cierto modo no es Frodo quien salva la Tierra Media, y mucho menos Gollum, que le arranca el Anillo de un mordisco y al hacerlo se precipita en el fuego. Tampoco es Sam, que ha aprendido la compasión de Frodo y sin el cual éste nunca habría alcanzado el Monte del Destino. El Salvador de la Tierra Media es Aquel que actúa a través del amor y la libertad de sus criaturas, que perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a lo que nos ofenden, utilizando incluso nuestros errores y los designios del Enemigo para causarnos bien. El final de El Señor de los Anillos es un triunfo de la Providencia sobre el Destino, pero también el triunfo de la Misericordia, en la cual el libre albedrío, auxiliado por la gracia, es plenamente vindicado. En términos cristianos, es una plegaria por la perseverancia en el bien obrar hasta el final, a que no sobreestimemos nuestra parte en la historia, y a que nos demos cuenta de que las cosas pequeñas pueden muy bien ejercer un impacto grande en el esquema general de las cosas. Es además una escenificación dramática del Padre nuestro: perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del Mal. Si no hubiera sido por él, {Gollum}, Sam, yo no habría podido destruir el Anillo. Y el amargo viaje habría sido en vano, justo al fin. ¡Entonces, perdonémoslo! Pues la Misión ha sido cumplida, y todo ha terminado (cfr. Todo se ha cumplido (Jn 19, 30). Me hace feliz que estés aquí conmigo. Aquí al final de todas las cosas, Sam. Sauron es aniquilado, su fortaleza-torre de Barâd-dur se desploma, sus huestes se dispersan. El cataclismo en torno al Monte del Destino es tal que Frodo y Sam no esperan sobrevivir. Pero finalmente con la ayuda de las grandes águilas, son rescatados por Gandalf.
Para este “inesperado” final feliz —aunque en realidad no es el final, pues las grandes historias, nunca terminan, como veremos—. Tolkien acuñó un término —eucatástrofe— para describirlo. (Referencia a una carta suya en la que relata la inspirada predicación de su párroco sobre un niño cuyos padres habían ido a llevarle al Santuario de Lourdes, y que fue curado milagrosamente en el viaje de tren de vuelta). Se trata, pues, de un giro completamente inesperado en los momentos más oscuros y desesperados, con el que no debe contarse otra vez, siendo un destello de la victoria definitiva del mal, que hacen saltar las lágrimas. De este modo lo expresó Tolkien en un ensayo importante sobre la literatura: El nacimiento de Cristo es la eucatástrofe de la historia del Hombre. La Resurrección es la eucatástrofe de la historia de la Encarnación. Una historia que comienza y finaliza en gozo. Tolkien creía que esto era precisamente lo que un verdadero “cuento de hadas” debía reflejar. Es asimismo una apuesta decidida, como leemos en los Evangelios de que los últimos serán los primeros, por ensalzar a los humildes en la persona de los hobbits, sobre las potencias y potestades del mundo, pues hasta el más pequeño puede cambiar el curso del futuro. Aragorn es coronado por Gandalf y la paz que trae a su reino —porque has asumido el gran poder, y comenzaste a reinar (Ap 11, 17)— evoca la figura de Carlomagno, restaurador del Imperio, y al ser comparado con un árbol o retoño, prefigura un predecesor de Cristo, como lo es el Rey David. El florecimiento del Árbol Blanco de la ciudad de Minas Tirith es señal de tranquilidad para el reinado de Aragorn, presagia los siglos cristianos y es una señal de la victoria definitiva (escatológica) sobre el Mal.
La Biblia comienza con un jardín en el que se encuentra el árbol de la vida, y concluye con ese mismo árbol en la ciudad santa de la Nueva Jerusalén, la ciudad celestial. El emblema del estandarte de Gondor es, significativamente, un árbol rodeado de siete estrellas: figura de las siete estrellas que son los siete ángeles de las siete iglesias del libro del Apocalipsis. La ciudad de Minas Tirith simboliza la Iglesia militante que lucha en este mundo, y que presagia la hermosura de la Nueva Jerusalén celeste, como leemos en el Apocalipsis (22, 12-14): El Señor dice: Estoy a punto de llegar con mi recompensa y voy a dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin. ¡Dichosos los que lavan sus vestidos para tener derecho al árbol de la vida y poder entrar en la ciudad por sus puertas!
El desenlace de El Señor de los Anillos después de la destrucción del Anillo tiene otro clímax en la progresiva purificación de la Tierra Media. Hay numerosas separaciones y la despedida de Bárbol es muy significativa: Es triste que sólo ahora, al final, hayamos vuelto a vernos. Porque el mundo está cambiando: lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire. No creo que nos encontremos de nuevo… Pero Galadriel dijo: No en la Tierra Media… {pero} quizá volvamos a encontrarnos… en la primavera. ¡Adiós! Los miembros de la Comunidad del Anillo se separan: Gandalf se queda para ayudar en los comienzos del reinado de Aragorn, que se casa con el amor de su vida, con la princesa élfica Arwen, que voluntariamente renuncia a su vida inmortal para asumir una vida mortal; Legolas y Gimli se hacen cada vez más amigos, cuando tradicionalmente los Elfos y los Enanos tenían sus diferencias; Faramir, ahora príncipe de Ithilien, se casa con Éowyn, cuyo hermano Éomer sucede a Théoden como Rey de Rohan; y los Hobbits regresan a la Comarca. Pero el realismo de la Tierra Media muestra que, como en la vida misma, las cosas no pueden volver a ser como eran, los acontecimientos traumáticos y el paso del tiempo afectan y cambian las cosas y las personas, al igual que el pecado de Adán y Eva hace imposible un mundo antes de la Caída. Ni siquiera la Comarca es la misma, ni muchos menos Frodo, Sam, Merry y Pippin. Eso sí, Sam se casa con el amor de su vida: Rosie Coto. La Comarca tiene que ser saneada porque Saruman el mago no-tan-sabio, habiendo escapado de los Ents, ha querido hacer de las suyas e instaurar un régimen dictatorial que los hobbits tienen que prevenir con una revuelta.
Dos años y medio después de estos acontecimientos, Frodo siente cada vez más que ha sufrido demasiadas heridas demasiado profundas —la espada del Señor de los Nâzgul, la picadura de Ella-Laraña y el dedo arrancado, aparte de haber cargado con el peso del Anillo— que no puede quedar más en la Tierra Media. Que no hay vuelta posible a una situación anterior, porque hay cosas que ni siquiera el tiempo puede curar del todo. Con su tío Bilbo, ahora muy envejecido, se dispone a embarcarse en un navío desde los Puertos Grises, con los demás Portadores de Anillos —los Elfos Elrond, Galadriel, y con Gandalf—, a las Tierras Imperecederas de Oeste, el Reino Bendecido de los Elfos.
-¿A dónde va usted mi amo? —gritó Sam—
-A los Puertos, Sam —dijo Frodo—.
- Y yo no puedo ir.
–No, Sam. No todavía, en todo caso… También a ti te llegará la hora… No te entristezcas, Sam. No siempre podrás estar partido en dos. Necesitarás sentirte sano y entero por muchos años. Tienes tantas cosas de que disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer.
–Pero — dijo Sam, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas —, yo creía que también usted iba a disfrutar de la Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.
–También yo lo creía, en un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar a la Comarca, y la he salvado, pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven. *(Referencia a Stª Bernadette de Lourdes).
Ya en los Puertos Grises, ante Sam, Merry y Pippin —todos ellos con lágrimas— Gandalf no nos dice a que no lloremos, pues no todas las lágrimas son amargas. ¡Ciertamente! En este sentido, recuerdo un día de clase en el Seminario, el profesor nos comentó que muchos jóvenes andaban aturdidos por los ruidos en sus vidas, porque lloraban poco… Frodo besa entonces a Merry, Pippin y a Sam, y sube abordo. Y fueron izadas las velas, y el viento sopló, y la nave se deslizó lentamente …internándose en la Alta Mar rumbo a Oeste, hasta que por fin en una noche de lluvia, Frodo sintió en el aire una fragancia y oyó cantos que llegaban sobre las aguas; y le pareció que… la cortina de lluvia gris se transformaba en plata y cristal, y que el velo se abría y ante él unas playas blancas, y más allá un país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer. La escena evoca el libro del Apocalipsis: ¿Quiénes son éstos, vestidos de blanco, y de dónde han venido? Son los que vienen de la gran tribulación, y han blanqueado sus vestiduras en la Sangre del Cordero. Para Sam, Merry y Pippin, que quedan atrás —como nosotros— contemplando cómo el barco desaparece por el horizonte, la sensación de exilio es intensa. Se quedaron hasta bien entrada la noche, de pie, sin oír nada más que el suspiro y el murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media, y aquel sonido les traspasó el corazón… y no hablaban. Sam al fin regresa a su familia en la Comarca y le esperan su esposa, Rosa, y Elanor, la primera de unos cuantos hijos e hijas. Y suspira: Bueno, estoy de vuelta…
Aunque El Señor de los Anillos termina con el eco de los ángeles (Ainur) evocando el exilio del hombre de la plenitud del amor, de la verdad y de la vida, más allá de la muerte, Tolkien añade un apéndice (Apéndice A, Un fragmento de la historia de Aragorn y Arwen…) que concluye con la impresión de que el regreso a nuestro verdadero hogar aguarda a aquellos que aceptan, aunque sea un “don amargo”, como Aragorn y Arwen, el “don de la muerte”. La muerte, como divino “castigo” por el pecado, es también un divino “don” si se acepta, pues su objetivo es la bendición final, que produce un mayor bien no alcanzable de otro modo. Esta “bendición final”, que podría interpretarse como una suerte de muerte para Frodo, en realidad no lo es, pues recordad que el “don de la muerte” no era el final de la vida en los planes del Creador, sino paradójicamente su transformación en plenitud. Así lo canta un prefacio de la liturgia de Difuntos (Prefacio I): … la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma… Gracias al corazón creyente de Tolkien, El Señor de los Anillos nos asegura que el último enemigo aniquilado será la muerte (I Cor 15, 26), por lo que no busquemos la felicidad plena en el misterio del tiempo, sino en la eternidad… Así se lo dice Aragorn a Arwen antes de dormirse en la muerte: Así parece {que la muerte es un don amargo}. Pero no nos dejemos abatir en la prueba final, nosotros que antaño renunciamos a la Sombra y al Anillo {el Diablo y al Pecado}. Con tristeza hemos de separarnos, mas no con desesperación. ¡Mira! No estamos sujetos para siempre a los confines del mundo, y del otro lado, hay algo más que recuerdos. ¡Adios!
{Conclusión} ¿Por qué la muerte es un “don” divino para los hombres mortales? ¡Porque Dios-Ilúvatar sabe que siglos después, su Hijo Jesucristo ofrecerá su propia muerte en cruz como don —para reparar el “castigo” de la muerte a causa del pecado de origen, ofrecerá su muerte como don de vida eterna— para nosotros! Así lo canta la liturgia de la Iglesia en Tiempo de Pascua (Prefacio I): Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida… Así vivió Tolkien como católico convencido—y agradecido—de esta gran Buena Noticia. Incluso cuando tuvo que sufrir otra “pérdida irrecuperable” con la muerte de su querida Edith en 1971. Particularmente en sus últimos años, en aquella comarca tranquila, siempre paseando entre los árboles, siempre atento al susurro y al murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media. Como dice el Evangelio, de la abundancia del corazón, habla la boca… y escribe la mano. No pudo menos que escribírnoslo de manera épica y conmovedora, antes de zarpar. No me cabe la más mínima duda de que cuando le llegó la hora de su propia muerte a los 81 años de edad, en aquel “rápido amanecer” —como lo fue también para Frodo— del 2 de septiembre de 1973, Domingo, día del Señor, día de nuestra alegría y nuestro gozo, Tolkien llegara a experimentar personalmente las palabras del salmo 62: Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo… para contemplar tu fuera y tu gloria…
El tiempo se nos acaba, pero porque se nos convertirá en eternidad. ¿Qué hacer con el tiempo que Dios nos ha concedido? Vamos peregrinando hacia la ciudad eterna, hacia una alegría más allá de nuestras lágrimas, a gozar de la Comunión de los Santos en la Nueva Jerusalén. A buen seguro, Tolkien ya esté allí. Pues bien sabía él lo de San Pablo (I Cor 2, 9): Ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre, {¡ni tan siquiera la mente prodigiosa de Tolkien!} lo que Dios tiene preparado para quienes le aman. Que sea así para nosotros también, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios…
Fuente. http://www.dor-lomin.org/trabajos/tolkien-catolicismo/tolkien_catolicismo.php