Hoy se celebra, según el calendario litúrgico tradicional, la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
Se denomina Rey a Jesucristo, por el supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra sobre todas las cosas creadas:
1) Reina en las inteligencias de los hombres porque Él es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad.
2) Reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en Él la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la Santa Voluntad Divina, sino también porque con Sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobles propósitos.
3) Reina en los corazones de los hombres porque, con Su supereminente caridad y con Su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido, ni será nunca, tan amado como Jesucristo.
En sentido propio y estricto también le pertenece a Jesucristo, como hombre, el título y la potestad de Rey, ya que del Padre recibió la Potestad, el Honor y el Reino; además, siendo Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con Él lo que es propio de la Divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
Muchos pasajes de las Sagradas Escrituras confirman que Jesucristo es Rey. Esta doctrina es seguida por la Iglesia –Reino de Cristo sobre la tierra- con el propósito de celebrar y glorificar, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como soberano Señor y Rey de reyes.
En el Antiguo Testamento se adjudica el título de Rey a Aquel que deberá nacer de la estirpe de Jacob; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia, y en posesión los confines de la Tierra.
Además, se predice que Su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la Justicia y de la Paz: "Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la Tierra".
También Zacarías predice al "Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino", había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas, de lo que dieron cuenta los santos Evangelistas.
En el Nuevo Testamento, esta misma doctrina sobre Cristo Rey se halla presente desde el momento de la Anunciación del arcángel San Gabriel a la Santísima Virgen María, por la cual fue advertida de que daría a luz un Niño a quien Dios había de dar el trono de David, y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que Su Reino tuviera jamás fin.
El mismo Jesucristo daría testimonio de su realeza más adelante:
1) En su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos.
2) Al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey.
3) Después de Su Resurrección, al encomendar a los Apóstoles que enseñaran y bautizaran a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey, y públicamente confirmó que es Rey, declarando solemnemente que le ha sido dado todo poder en el Cielo y en la Tierra.
Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido por la Redención. Con Su Preciosísima Sangre, como de Cordero Inmaculado y sin mancha, muchos son redimidos del pecado. No somos, pues, ya nuestros, pues Cristo nos ha comprado a un gran precio; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo. (versión de un texto original de Aciprensa)